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Jonás: ¿El primero en un submarino?

  • Fecha de publicación: Lunes, 18 Agosto 2014, 22:42 horas

Llama la atención al leer el libro de Jonás.  Este hombre era un profeta de Dios, pero tenía un carácter que lo llevó a pensar que tenía la capacidad de fingir ser obediente a Dios.

 Cierta vez el Señor le dijo que fuera y predicara en la ciudad de Nínive, la cual era extremadamente bruta con aquellos que se creía eran culpables.

Los historiadores nos ofrecen un perfil tan terrible, que uno al leerlo no desea volver a ese informe.
¿Dónde estaba Nínive?  La ciudad estaba situada sobre la ribera izquierda del Río Tigris al Noreste de Mesopotamia (actual Irak).

Según el capítulo 1, Jonás fue enviado por Dios a esa ciudad, para llamar a sus habitantes al arrepentimiento.  Pero... ¿qué hizo este singular personaje?  Huir a Tarsis: “Y Jonás se levantó para huir de la presencia de Jehová a Tarsis, y descendió a Jope, y halló una nave que partía para Tarsis; y pagando su pasaje, entró en ella para irse con ellos a Tarsis, lejos de la presencia de Jehová” (Jon. 1:3).

Pareciera que mientras los ojos del Señor desde el cielo miraban a este muchacho, su decisión fue desencadenar sobre el mar por donde navegaban una terrible tormenta.  ¡Las olas se levantaban y la embarcación estaba en peligro!  Todos cuantos se encontraban a bordo y entre ellos el profeta de Dios, temían ser tragados por las profundas aguas del mar.
Es interesante ver, que mientras los encargados del barco, capitán y tripulación, estaban asustados en extremo, nuestro... “hermanito” Jonás, profeta de Dios, dormía profundamente: “Y el patrón de la nave se le acercó y le dijo: ¿Qué tienes, dormilón?  Levántate, y clama a tu Dios; quizá él tendrá compasión de nosotros, y no pereceremos” (Jon. 1:6).

En este grupo el único que conocía al Dios verdadero y que sabía por qué el mar estaba tan enfurecido, era Jonás.  Los demás decidieron echar suertes para descubrir a causa de quién había venido la tempestad: “Y dijeron cada uno a su compañero: Venid y echemos suertes, para que sepamos por causa de quién nos ha venido este mal.  Y echaron suertes, y la suerte cayó sobre Jonás.  Entonces le dijeron ellos: Decláranos ahora por qué nos ha venido este mal.  ¿Qué oficio tienes, y de dónde vienes?  ¿Cuál es tu tierra, y de qué pueblo eres?” (Jon. 1:7, 8).  Jonás se identificó diciéndoles que era hebreo, lo que acarreó gran temor.  Por lo visto ellos habían oído mucho acerca del Dios que únicamente los hebreos tenían: “Y él les respondió: Soy hebreo, y temo a Jehová, Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra.  Y aquellos hombres temieron sobremanera, y le dijeron: ¿Por qué has hecho esto?  Porque ellos sabían que huía de la presencia de Jehová, pues él se lo había declarado.  Y le dijeron: ¿Qué haremos contigo para que el mar se nos aquiete?  Porque el mar se iba embraveciendo más y más.  Él les respondió: Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará; porque yo sé que por mi causa ha venido esta gran tempestad sobre vosotros.  Y aquellos hombres trabajaron para hacer volver la nave a tierra; mas no pudieron, porque el mar se iba embraveciendo más y más contra ellos” (Jon. 1:9-13).  Lo que ellos no sabían era que Dios estaba enseñando al “chico” Jonás para que aprendiera a obedecerle.

Antes de que Jonás les predicara siquiera algo tan corto como: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16), estos hombres ya se habían reconciliado con Dios.  Pero... ¿cuánto le costó a Jonás su desobediencia?  Él fue arrojado al mar, pero Dios ya había preparado a un enorme pez para que lo tragara.  Por lo visto cayó de cabeza en la boca del pez, pero el pez no se lo comió, sino que le sirvió de protección.  Fue así como el profeta se propuso convertir el lugar donde se encontraba en su “sala de oración”.  No tenía tiempo para discutir si orar de pie, sentado, de rodillas, de cuclillas, con los ojos cerrados o abiertos.  Notemos su oración: “Entonces oró Jonás a Jehová su Dios desde el vientre del pez, y dijo: Invoqué en mi angustia a Jehová, y él me oyó; desde el seno del Seol clamé, y mi voz oíste.  Me echaste a lo profundo, en medio de los mares, y me rodeó la corriente; todas tus ondas y tus olas pasaron sobre mí.  Entonces dije: Desechado soy de delante de tus ojos; mas aún veré tu santo templo.  Las aguas me rodearon hasta el alma, rodeóme el abismo; el alga se enredó a mi cabeza.  Descendí a los cimientos de los montes; la tierra echó sus cerrojos sobre mí para siempre; mas tú sacaste mi vida de la sepultura, oh Jehová Dios mío.  Cuando mi alma desfallecía en mí, me acordé de Jehová, y mi oración llegó hasta ti en tu santo templo.  Los que siguen vanidades ilusorias, su misericordia abandonan.  Mas yo con voz de alabanza te ofreceré sacrificios; pagaré lo que prometí.  La salvación es de Jehová” (Jon. 2:1-9).

Cuando el pez lo vomitó, Jonás ya aprendió a no huir de Dios.  Bastó una vez el haberse convertido en una “porción de vómito”.  Lo único que le quedaba era ir a Nínive.

Siguiendo los pasos de Jonás, nos preguntamos: ¿Por qué el profeta deseaba tanto que Dios destruyera con fuego y azufre la ciudad de Nínive?  Nunca lograríamos descubrir esta extraña actitud del profeta de Dios, si no le damos un vistazo a la brutalidad de los reyes en ese imperio.  Difícil nos es creerlo, sin embargo, todo está debidamente confirmado, ya que aparte de las descripciones de historiadores serios, mediante la arqueología se han descubierto en los grabados en piedras muchos cuadros horribles.  Lo que le hicieron los “cristianos” romanos en la Inquisición a los que se oponían a sus enseñanzas, fue muy poca cosa.  Los asirios habían ido mucho más allá.  Es fácil entender que los primeros fueron los ninivitas, y que los romanos sin duda alguna lograron imitarlos, aunque con una diferencia: y es que los cristianos que fueron masacrados por los jesuitas quienes cumplían las órdenes papales, eran hijos de Dios que iban a la muerte por causa de su fe y morían gozosos.

Tanto las inscripciones como la evidencia pictórica esculpida, proveen información detallada en relación con el tratamiento que le daban los asirios a los pueblos conquistados, a sus ejércitos y a sus gobernantes.  En sus inscripciones reales, Asurnasirpal II, se llama a sí mismo «El hollador de todo enemigo … quien derrotaba a todos sus adversarios y empalaba sus cadáveres en estacas».

El empalamiento era un método de tortura y ejecución, donde la víctima era atravesada por una estaca.  La penetración usualmente se hacía por el recto, la vagina o por la boca, aunque en ocasiones se hacía por un costado.  La estaca se solía clavar en el suelo, dejando a la víctima colgada para que muriera.

La única referencia que se tiene sobre su origen, es del antiguo pueblo de Asiria.  Más tarde, lo utilizó como método de ejecución el rey persa Darío I, entre los siglos VI y V a.C., cuando llegó a matar de esta manera a 3.000 habitantes de Babilonia.

En una ocasión en que una ciudad resistió tanto como le fue posible, en lugar de rendirse de inmediato, Asurnasirpal II orgullosamente registró este castigo: «Le arranqué la piel a muchos nobles que se habían rebelado contra mí y las colgué sobre una pila de cadáveres; a algunos los saqué del montón y los esparcí por el suelo, a otros los empalé en estacas sobre la pila ... Le arranqué la piel a muchos en mi territorio y las hice colgar sobre los muros».

Estos relatos probablemente no sólo pretendían describir lo que había ocurrido, sino también atemorizar a cualquiera que se atreviera a resistir.  El suprimir a los enemigos era labor divina del rey.  Apoyado por los dioses, quienes en realidad eran demonios, él siempre tenía que salir victorioso en la batalla y castigar a las personas desobedientes.  Por eso dice en otra inscripción: «Hice caer a 50 de sus hombres de guerra con mi espada, quemé a 200 cautivos de ellos, y derroté en una batalla en la llanura a 322 soldados.  Con la sangre de ellos teñí la montaña de rojo como lana roja, y el resto fueron tragados por las cañadas y torrentes de la montaña.  Llevé conmigo a cautivos y tomé sus posesiones.  Corté la cabeza de sus guerreros y construí con ellas una torre frente a su ciudad.  Quemé a sus adolescentes, varones y hembras».

Otra descripción de una conquista es incluso peor: «En la lucha y el conflicto asedié y conquisté la ciudad.  Hice caer a 3.000 de sus guerreros con la espada.  Capturé a muchos soldados vivos; corté los brazos y las manos de algunos; corté las narices, orejas y extremidades de otros.  Saqué los ojos de muchos soldados.  Hice una pila de vivos y otra de cabezas … Colgué sus cabezas en los árboles alrededor de la ciudad».

Desde el reinado de Salmanasar III, hijo de Asurnasirpal II, también se han encontrado bandas de bronce, que decoraban las gigantescas puertas de madera de un templo o posiblemente de un palacio situado en Balawat, cerca del moderno Mosul.  Esas bandas de bronce exhiben un increíble repujado, es decir, un relieve que se hacía labrado al martillo por el lado opuesto.

En uno de estos repujados podemos ver a un soldado asirio sosteniendo la mano y el brazo de un enemigo capturado, cuya otra mano y pies han sido ya cortados.  En toda la escena aparecen brazos y piernas arrancadas.  Cabezas cortadas, colgadas de los muros de la ciudad conquistada.  Otro cautivo está empalado en una estaca con las manos y pies ya cortados.  En otro detallado relieve vemos tres estacas, cada una atravesando ocho cabezas cortadas y colocadas fuera de la ciudad conquistada.

Los registros escritos de Salmanasar III complementan este archivo pictórico.  Dice en uno de ellos: «Llené la amplia llanura con los cadáveres de sus guerreros ... Y a estos rebeldes los empalé en estacas. Y erigí una pirámide (un pilar) de cabezas en frente de la ciudad».

En un registro pictórico esculpido en el siglo VIII a.C., aparece Tiglat-Pielser III, erguido en medio del escenario de una ciudad conquistada, y dice: «A Nabu-usabsi, su rey, colgué en frente de la puerta de su ciudad, empalado en una estaca.  Su tierra, esposa, hijos, hijas, propiedades y tesoros de su palacio, tomé para mí.  A Bit-Amukani hollé como se trilla con mazo de hierro.  Todo su pueblo y bienes llevé a Asiria».

Sargón II, inició una nueva dinastía Asiria, que perduró hasta finales del imperio.  Sargón construyó una nueva capital llamada Dur Sarrukin en su honor.  Esta palabra significa «Fortaleza del rey justo».  Las paredes de su palacio estaban decoradas con losas de piedra especialmente grandes, esculpidas con figuras extraordinarias de gran tamaño.
Senaquerib, el hijo y sucesor de Sargón, una vez más trasladó la capital Asiria, en esta ocasión a Nínive, donde construyó su propio palacio.  De acuerdo con Austen Henry Layard, quien excavó a Nínive, si se pusieran en hilera los relieves en el palacio de Senaquerib, se extenderían por unos tres kilómetros.  Senaquerib sobrepasó a sus predecesores en lo sangriento y detallado de sus descripciones.  Tal como dice esta inscripción: «Les cercené las gargantas como corderos.  Corté sus preciosas vidas como se corta un hilo.  Como las muchas aguas de una tormenta, hice que los contenidos de sus entrañas e intestinos rodaran sobre la amplia tierra.  Mis briosos corceles enjaezados con arneses para mis correrías, se hundían en los torrentes de su sangre como en un río.  Las ruedas de mis carros de guerra, que hacían caer a los inicuos y perversos, estaban salpicadas con sangre e inmundicia.  Con los cuerpos de sus guerreros llené la llanura como yerba.  Los testículos de sus soldados corté y los dejé regados en la tierra como semillas de pepino».
En varias de las habitaciones del palacio suroccidental de Senaquerib en Nínive, aparecen representadas escenas de cabezas cortadas y de deportaciones.  Entre los deportados se encuentran largas filas de prisioneros de la ciudad judía de Laquis; ellos aparecen tirando de una cuerda atada a una colosal figura colocada a la entrada del palacio de Senaquerib; por encima de estas filas de deportados puede verse a un hombre vigilante que sostiene un palo.

Senaquerib fue asesinado por sus hijos.  Y Esarhadón, otro de sus hijos se convirtió en su sucesor.  “Entonces Senaquerib rey de Asiria se fue, y volvió a Nínive, donde se quedó.  Y aconteció que mientras él adoraba en el templo de Nisroc su dios, Adramelec y Sarezer sus hijos lo hirieron a espada, y huyeron a tierra de Ararat.  Y reinó en su lugar Esar-hadón su hijo” (2 R. 19:36, 37).

Esarhadón trató a sus enemigos igual que lo hicieron su padre y su abuelo.  Esta inscripción grabada ilustra este ejemplo: «Como un pescado lo capturaba del mar y le cortaba la cabeza».

Y dijo del rey de Sidón: «La sangre de ellos como una represa rota la hice rodar por los barrancos y hondonadas de la montaña ... Colgué las cabezas de Sanduarri, rey de las ciudades de Kundi y Sizu y de Abdi-milkuti, rey de Sidón, sobre los hombros de sus nobles y con cánticos y música desfilé por la plaza pública de Nínive».

Asurbanipal II, el hijo de Esarhadón alardeaba diciendo: «Con sus cuerpos mutilados alimentaba a los perros, cerdos, lobos y águilas, a las aves del cielo y los peces en lo profundo ... Lo que quedaba del festín de los perros y cerdos, de sus miembros que colmaban las calles y llenaban las plazas, ordenaba que fueran removidos de Babilonia, Kuta y Sipar y que fueran apilados en montículos».

Cuando Asurbanipal II no le daba muerte a los cautivos, «le perforaba los labios y los llevaba a Asiria para que sirvieran de espectáculo a la gente de su tierra».

El enemigo al Sureste de Asiria, el pueblo de Elam, recibió un castigo tan especial del cual no se libraron ni siquiera sus muertos.  Y dice en estos registros grabados: «Los sepulcros de sus primeros y últimos reyes que no temieron a Asur y a Istar, mis dioses y quienes habían molestado a los reyes, mis padres, destruí y devasté.  Los expuse al sol.  Y sus huesos me llevé a Asiria.  Acosé incansablemente hasta sus sombras.  Los privé de sus ofrendas de alimentos y libaciones de agua».

Entre los relieves esculpidos por Asurbanipal II se encuentran grabados de deportaciones masivas de elamitas, junto con pilas de cabezas cortadas.  En uno de ellos puede observarse a dos elamitas atados al suelo, mientras se les arranca la piel y a otros que se les corta la lengua.

No hay razón para dudar de la exactitud histórica de estos registros pictóricos grabados e inscritos.  Tales castigos a menudo ayudaban a asegurar el pago del tributo en oro, plata, estaño, cobre, bronce y hierro, al igual que los materiales para la construcción, incluyendo la madera, que era tan necesaria para la supervivencia económica del Imperio asirio.
Estos retratos visuales y escritos, nos ofrecen una nueva realidad de la conquista asiria del reino Norte de Israel, en el año 721 a.C. y de la campaña subsecuente de Senaquerib en Judá, en el año 701 a.C., fue por todas las atrocidades cometidas por los asirios, que Jonás huyó cuando Dios le ordenó que fuese a predicarles.

Si todo cuanto la historia nos informa y la arqueología lo confirma es exacto, ¿le parece extraño, que Jonás haya preferido que Dios cumpliera Su amenaza de destruirlos, tal como hizo con Sodoma y tantas otras ciudades?  Aunque no me gustaría ser “el primero en viajar en un submarino sin pasaje”, cuya marca, era... “el gran pez”, sin embargo debo admitir, que no tendría lástima de los ninivitas y pediría en oración que el Señor los destruya y yo solamente sería un espectador.  ¿No podría el Señor haber salvado de alguna manera a aquellos 120 mil inocentes, para que el fuego no les hiciera daño?  Ya sabemos que Dios no necesita que le recordemos algunos métodos cuando la cosa parece difícil.  Basta con tener en cuenta lo que el Señor nos dice en Lucas 16:23-31: “Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno.  Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama.  Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado.  Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá.  Entonces le dijo: Te ruego, pues, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique, a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento.  Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos.  Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán.  Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos”.  Este individuo, que sin duda tenía muchos años para ajustar cuentas con Dios, sin embargo, no lo hizo.

Tal era su riqueza, que incluso cuantos lo conocieron decían... «EL RICO».  Note que el miserable tiene su nombre - Lázaro.  Pero el rico, por lo visto prefería el anonimato.  En este mundo de tantos crímenes, al ser rico, uno siempre es potencial víctima de los criminales y ladrones.

Ahora, encontrándose en el lugar, que él mismo había escogido, comenzó a clamar al Señor.  ¿Acaso pensaba él, que tenía un plan mediante el cual sus hermanos y demás pecadores, harían caso al mensaje proveniente de alguien que había muerto?  La similitud en estos dos cuadros, es que en ambos casos, el hombre se sintió más sabio que Dios y pensó que era oportuno recordarle algo nuevo.