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David y Svea Flood

“De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Jn. 12:24)

En el año 1921 David Flood, su joven esposa Svea, y su pequeño hijo de 2 años, dejaron Suecia rumbo al interior de África.  Viajaban con los Erickson - un matrimonio de misioneros.  Estas dos parejas habían sido miembros muy activos de sus iglesias y habían comprometido sus vidas a llevarle el Evangelio a las tribus perdidas de África.  Los Flood estaban llenos de amor y entusiasmo y cruzaron las montañas del Congo a golpe de machete para comenzar su ministerio en un lugar indeterminado para ellos. Sin embargo todas las aldeas les negaron la entrada, convencidos de que la presencia de los blancos enojaría a los dioses y les traería grandes problemas. Después de muchos días buscando un lugar, decidieron limpiar un terreno y construir una choza de barro.

Por meses lucharon con la lengua y junto con los Erickson, trataron en todo lo que podían por acercarse al jefe de la tribu, quien endureció aún más su posición.  Los nativos tenían prohibido visitar a los misioneros, solo permitían ir allí a un pequeño niño para venderles pollos y huevos.  David estaba sorprendido de la insistencia de su esposa de que aunque no pudieran entrar a la aldea ni alcanzar a África para Cristo, ella aún podía ganar a este niño para el Evangelio.  Así que, cada vez que les visitaba, le demostraba amor y atención, hasta que un día se arrodilló junto con el niño y le guió en una oración de arrepentimiento.

Un día los Erickson decidieron dejar a los Flood y volver a la estación misionera que estaba a cientos de kilómetros. Mientras tanto Svea anunció que esperaba a su segundo hijo, pero estaba muy débil y no podía viajar a través de la jungla del Congo belga, así que la criatura tendría que nacer allí.  Próxima al alumbramiento se contagió de malaria.  Su niña nació, pero ella murió. Desesperado y lleno de enojo contra Dios, David decidió terminar con todo: sepultó a su esposa y le entregó su niña a quien llamó Aina a los Erickson y regresó a Suecia con su hijo.  Para él había terminado su ministerio, el Evangelio y su relación con Dios. Hasta donde sabía, el Señor le había quitado la vida a su esposa y lo que estaba haciendo no era nada más que una trágica pérdida.

Antes de que la niña Aina tuviera un año, Joel y Berta Erickson fueron envenenados por nativos, y la niña se quedó nuevamente sin padres.  Fue adoptada por otra pareja de misioneros que se establecieron en Minneapolis, Estados Unidos y su nombre sueco fue cambiado a Aggie.

Aina o Aggie, escribió luego, que aún siendo niña, ella sabía que era diferente. Fue conocida como la hija de la misionera que murió en la montaña, rescatada por misioneros que fueron envenenados y, realmente como dice el título de su biografía “Ser una niña sin país”. Creció en Dakota del Sur, asistió a la escuela North Central Bible en Minneapolis y al Colegio Bíblico North Central donde conoció a Dewey Hurst, quien era también ministro de la iglesia y se casaron.

Los años pasaron y disfrutaron de un ministerio fructífero. Aggie dio a luz primero a una hija, luego a un hijo. Con el tiempo, su esposo se convirtió en presidente de una universidad cristiana en el área de Seattle, pero ella estaba intrigada por saber más de sus padres. Un día, en forma inesperada, encontró una revista sueca en su buzón, y al mirarla  vio la fotografía de una pequeña cruz blanca enterrada con el nombre de Svea Flood.

Fue así como comenzó a investigar y se enteró de su origen, y que después de la muerte de su madre un joven cristiano de la tribu, solicitó permiso del jefe para comenzar una escuela.  Quien la construyó y dirigió era el mismo niño africano que oró junto con su madre y quien llevó a todo un pueblo a los pies de Cristo. El escrito decía que más de 600 comunidades habían sido convertidas.

Todo gracias al sacrificio de Svea y las lágrimas de David.  Aggie se dispuso a buscar a su padre quien se había convertido en un alcohólico y maldecía a quien le mencionara a Dios.  Se había vuelto a casar y sus hermanos le advirtieron: “Si lo ves, no le hables de cosas espirituales… cuando escucha el nombre de Dios, estalla de furia”.

Aggie fue a verlo, y tomándole la mano le dijo: “¿Papa?, soy tu hija Aina, Dios cuidó de mí, no nos olvidó”.  Él profirió una serie de improperios.  Y ella continuó: “No fuiste a África en vano. Ni Mamá tampoco murió en vano. El niño pequeño que ganaron para el Señor creció y toda la aldea conoce a Jesús.  Hoy, 40 años después, hay 600 comunidades en ese lugar que sirven al Señor porque tú escuchaste el llamado de Dios en tu vida.  Papá, tenemos un Dios grande”. Las lágrimas comenzaron a brotar a raudales de los ojos de este hombre.  Al fin de esa tarde, la bondad de Dios lo había llevado al arrepentimiento, perdón y restauración de la comunión.

Aggie y su esposo regresaron a Estados Unidos pocas semanas después que David Flood partió a la patria celestial.  Luego le contarían que en las últimas horas de su vida, su padre delirando, hablaba en el lenguaje Swahili.

“Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán” (Sal. 126:5).

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