El sacerdote que encontró a Cristo
- Fecha de publicación: Jueves, 03 Abril 2008, 17:55 horas
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Nací en Venecia, al norte de Italia, el 22 de marzo de 1917. A la edad de diez años fui enviado a un seminario católico romano, en Piacenza, y después de doce años de estudio recibí la ordenación al sacerdocio, el 22 de octubre de 1939.
Dos meses después el Cardenal R. Rossi, mi superior, me envió a América como pastor asistente de la nueva iglesia italiana. La Santísima Madre Cabrini, en Chicago. Mi único apuro y ambición eran complacer al Papa.
Fue un domingo, en febrero del año 1944, cuando por casualidad sintonicé un programa religioso. Mi teología fue sacudida por un texto que oí: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. De manera que no es pecado contra el Espíritu Santo creer que uno es salvo.
Todavía no estaba convertido, pero mi mente estaba llena de dudas tocante a la religión romana. Comencé a preocuparme más por las enseñanzas de la Biblia que por los dogmas y bulas del Papa. Personas pobres me pagaban cada día de 5 a 30 dólares por 20 minutos de misa, porque prometía librar las almas de sus familiares del fuego del purgatorio. Pero cada vez que yo veía el crucifijo grande sobre el altar, me parecía que Cristo me reprendía, diciéndome: «Tú estás robando dinero de gente pobre y trabajadora por medio de falsas promesas. Tú enseñas doctrinas en contra de mis enseñanzas. Las almas de los que creen no van a un lugar de tormento, porque Yo he dicho: ‘Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen’ (Ap. 14:13). Yo no necesito repeticiones del sacrificio de la cruz, porque mi sacrificio fue completo. Mi obra de salvación fue perfecta y Dios la sancionó levantándome de entre los muertos. ‘Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados’ (He. 10:14). Si vosotros los sacerdotes y el Papa tenéis poder de libertar las almas del purgatorio con misas e indulgencias, ¿por qué esperáis hasta recibir una ofrenda? Si veis un perro quemándose en el fuego, no esperáis hasta que el dueño os traiga $ 5.00 para sacar el perro de allí».
Ahora no podía enfrentarme con el Cristo en el altar. Cuando yo predicaba que el Papa es el vicario de Cristo, el sucesor de Pedro, la infalible roca sobre la cual Cristo edificó su Iglesia, una voz parecía reprenderme y decirme: «Tú viste al Papa en Roma; su enorme y riquísimo palacio; sus guardias; los hombres besándole el pie. ¿Crees en verdad que él me representa? Yo vine a servir a la gente; yo lavé los pies de los hombres; no tuve dónde reclinar mi cabeza. Mírame en la cruz. ¿Crees en verdad que Dios ha edificado su iglesia sobre un hombre, cuando la Biblia claramente dice que el vicario de Cristo sobre la tierra es el Espíritu Santo, y no un hombre? (Jn. 14:26). ‘Y esa roca era Cristo’. Si la iglesia romana está edificada sobre un hombre, entonces no es mi Iglesia».
Todavía yo predicaba que la Biblia no es suficiente regla de fe, y que nosotros necesitamos la tradición y los dogmas de la iglesia para comprender las Escrituras. Pero entonces, una vez más, una voz dentro de mí me decía: «Tú predicas en contra de las enseñanzas de la Biblia; tú predicas necedades. Si los cristianos necesitan un Papa para comprender las Escrituras, ¿qué necesitan para comprender al Papa? He condenado la tradición porque todos pueden comprender sin ella lo que es necesario para la salvación personal. ‘Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre’ (Jn. 20:31)».
Enseñaba a mi pueblo que fueran a María, a los santos, en lugar de ir directamente a Cristo. Pero una voz dentro de mí preguntaba: «¿Quién sobre la cruz te salvó? ¿Quién pagó tus deudas derramando su sangre? ¿María, los santos, o YO, Jesús? Tú, y muchos otros sacerdotes, no creéis en los escapularios, novenas, rosarios, estatuas, velas, pero continuáis teniéndolas en los templos porque decís que la gente simple necesita cosas simples para que le recuerden a Dios. Los tenéis en vuestros templos porque son una buena fuente de dinero. Pero Yo no quiero ninguna clase de mercadería en mi Iglesia».
Donde mis dudas, verdaderamente me atormentaban fue dentro del confesionario. La gente venía a mí y se me hincaba, confesándome sus pecados. Y yo, con una señal de la cruz, les decía que tenía el poder para perdonar sus pecados. Yo, un pecador, un hombre, tomaba el lugar de Dios, el derecho de Dios, y esa voz terrible me penetraba y me decía: «Tú estás robando a Dios su gloria. Si los pecadores quieren obtener perdón de sus pecados, tienen que ir a Dios y no a ti. Es la ley de Dios la que han violado. A Dios, pues, deben hacer su confesión; a Dios únicamente deben orar para pedir perdón. Ningún hombre puede perdonar pecados, sino Jesús solo. ‘Llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados’ (Mt. 1:21)... ‘Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos’ (Hch. 4:12). ‘Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre’ (1 Ti. 2:5)».
No pude permanecer más en la Iglesia Católica Romana porque no podía servir a dos maestros, al Papa y a Cristo. No podía creer en dos enseñanzas contradictorias, la tradición y la Biblia. Tuve que escoger entre Cristo y el Papa; entre la tradición y la Biblia. He escogido a Jesús y la Biblia. Dejé el sacerdocio romano y la religión romana en 1944, y he sido dirigido por el Espíritu Santo a evangelizar a los católicos romanos y a pedir a los cristianos que testifiquen ante ellos sin temor el nombre de Cristo.