El Sufrimiento de los Justos
- Fecha de publicación: Sábado, 04 Julio 2020, 14:37 horas
- Visitado 1677 veces /
- Tamaño de la fuente disminuir el tamaño de la fuente aumentar tamaño de la fuente /
- Imprimir /
El concepto del “sufrimiento de los justos” ha sido durante milenios un tema de discusión, tanto para los cristianos como los incrédulos, incluso entre los sabios y rabinos de Israel. La pregunta de por qué un creyente vive en ocasiones muy enfermo, experimenta reveses económicos y hasta tragedias en su familia, suscita una amplia variedad de respuestas.
Tenemos que reconocer que Dios permite el sufrimiento y circunstancias difíciles entre su pueblo, las cuales no son ni punitivas, ni el resultado del pecado, sino que las mismas tienen el propósito de traer bendición a la persona y muy a menudo un bien mayor a la comunidad. Tales acciones de parte de Dios son “sufrimientos de amor”. Circunstancias difíciles, que Él usa para moldear a sus hijos en conformidad con Su imagen.
Rashi, el famoso rabino y sabio judío, que viviera entre los años 1040 al 1105, al referirse al concepto de “los sufrimientos de amor”, explica: «Al santo, bendito sea él, Dios aparentemente lo castiga en este mundo aunque no tiene culpa de ningún pecado; pero lo hace con el propósito de aumentar su recompensa en el mundo venidero, en un grado mayor de lo que sus méritos le hubieran merecido».
Job y José son dos de los más grandes ejemplos bíblicos que se mencionan en discusiones de esta naturaleza. Ambos hombres eran inocentes y piadosos, sin embargo, tanto el uno como el otro, experimentaron un sufrimiento incalculable.
En el caso de Job, el registro bíblico sobre el origen de su sufrimiento dice: “Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: ¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene? Al trabajo de sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la tierra. Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia. Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él. Y salió Satanás de delante de Jehová” (Job 1:8-12).
A causa del ataque implacable de Satanás para hacer que Job renegara de Dios, el patriarca perdió todos sus bienes materiales, a sus hijos, y su cuerpo fue lacerado por la enfermedad en todas las formas inimaginables, sólo para recuperar su riqueza y la bendición de una nueva familia, que se le dio después de un notable encuentro con Dios mismo. Claramente, el Señor estuvo obrando en todos los sufrimientos del patriarca para su bien, en un nivel hasta cierto punto limitado, para darle una nueva y más profunda comprensión del amor soberano que tenía para él.
Está registrado en la Escritura, que en el fin: “... Quitó Jehová la aflicción de Job... Y aumentó al doble todas las cosas que habían sido de Job... Y bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero; porque tuvo catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil asnas, y tuvo siete hijos y tres hijas... Después de esto vivió Job ciento cuarenta años, y vio a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación. Y murió Job viejo y lleno de días” (Job 42:10, 12, 13, 16, 17).
La historia de José es un poco diferente. Era un joven muy querido de su padre. Niño aún, se trasladó con sus progenitores y hermanos a Canaán donde vivió hasta los 17 años de edad, dedicado a pastorear los rebaños de Jacob, de quien era hijo predilecto. Más tarde, debido a esta predilección y al hecho de que le contaba a su padre los malos caminos de sus hermanos mayores, estos le aborrecieron en tal forma que un día lo vendieron como esclavo a unos mercaderes y le dijeron a Jacob que lo había devorado un animal. Los comerciantes lo llevaron a Egipto donde lo entregaron por dinero a Potifar, capitán de la guardia del faraón.
En Egipto, gracias a su inteligencia y honradez, fue puesto de mayordomo en la casa de su amo, pero debido a una calumnia de la esposa de este, lo encarcelaron por largo tiempo. Sin embargo, Dios lo bendijo, dándole gracia ante los ojos del jefe de la cárcel, quien le nombró guardián de todos los presos. Allí interpretó los sueños a dos oficiales del faraón, también prisioneros, lo que después le proporcionó igual oportunidad de interpretar un sueño misterioso del faraón.
Como recompensa, y en bien de la economía del país, lo sacaron de la prisión para ocupar el cargo de primer ministro en el gobierno de la nación. En esta forma llegó a ser el segundo personaje en Egipto, después del mismo Faraón. El país prosperó extraordinariamente bajo su dirección. Las acciones de sus hermanos estaban destinadas al mal, pero Dios las usó para el bien del pueblo hebreo y de la humanidad. Finalmente, “Viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos... Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les habló al corazón” (Gn. 50:15, 19-21).
Otro ejemplo de este tipo se encuentra en la historia de Jocabed, la madre de Moisés. Ella era de la tribu de Leví, al igual que su esposo, Amram. La tradición judía registra que ambos estaban familiarizados con las profecías que Dios había dado sobre Moisés y sabían que el tiempo de la esclavitud del pueblo hebreo, pronto llegaría a su fin. Tenían una fe fuerte en Dios y no temían a los edictos de Faraón, creyendo que Él les daría a un hijo que libraría a su nación de la esclavitud.
Las palabras en el texto original de Éxodo al referirse a Moisés, no sólo hacen alusión a su presencia física, sino a su fuerza inherente; bondad y gracia. Después de que Jocabed lo sostuvo recién nacido en sus brazos, lo amamantó y amó durante tres meses para luego colocarlo en una cesta y dejarlo en las aguas del Nilo, su acción debió haberle causado un dolor tan profundo, que apenas podía soportar. Sin embargo, Dios permitió todo esto para su bien, trayendo a su bebé de regreso a su hogar y a su vida, durante varios años mientras lo seguía amamantando, lo amaba y le enseñaba los caminos de Dios.
Al igual que en el caso de José, esas circunstancias también trabajaron juntas para el bien mayor del pueblo de Israel; dando lugar al futuro Éxodo de Egipto, uno de los eventos más importantes en toda la historia humana: “Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra... Entonces Jehová descendió en la columna de la nube, y se puso a la puerta del tabernáculo, y llamó a Aarón y a María; y salieron ambos. Y él les dijo: Oíd ahora mis palabras. Cuando haya entre vosotros profeta de Jehová, le apareceré en visión, en sueños hablaré con él. No así a mi siervo Moisés, que es fiel en toda mi casa. Cara a cara hablaré con él, y claramente, y no por figuras; y verá la apariencia de Jehová” (Nm. 12:3, 5-8).
Finalmente, encontramos nuestro último ejemplo en el libro de Rut. Noemí, esposa de Elimelec, había vivido una vida de relativa facilidad y riqueza en Belén. Como consecuencia de una gran hambruna que azotó a Judá durante el periodo de los Jueces, se vio obligada a viajar con su esposo y sus dos hijos a Moab. Luego de la muerte de su esposo, sus hijos se casaron con las moabitas Orfa y Rut, lo cual debió significar un gran dolor para ella porque la Torá prohibía tales uniones.
Diez años después, sus hijos también murieron. Noemí se enteró que su pueblo en Belén ya tenía la bendición de Jehová en forma de alimentos, y fue así como resolvió regresar sola, no sin antes cumplir con su formación patriarcal de buscar hogares para sus nueras. Había seguido a tres hombres en un peregrinaje, pero no estaba dispuesta a dejar que dos mujeres le siguieran en su nueva jornada de regreso a casa.
Rut, una de sus nueras resolvió acompañarla a pesar de su objeción. Posteriormente de regreso a Judá y después de un plan para conseguir un esposo para su nuera, Noemí concertó el matrimonio de Rut por levirato con su pariente Booz, para que así su descendencia no fuera borrada, ya que la Ley estipulaba: “Cuando hermanos habitaren juntos, y muriere alguno de ellos, y no tuviere hijo, la mujer del muerto no se casará fuera con hombre extraño; su cuñado se llegará a ella, y la tomará por su mujer, y hará con ella parentesco. Y el primogénito que ella diere a luz sucederá en el nombre de su hermano muerto, para que el nombre de éste no sea borrado de Israel” (Dt. 25:5, 6).
Esta ley no sólo se limitaba a un hermano del muerto, sino a cualquier otro pariente cercano. Así conservó Noemí la línea de Elimelec y de sus hijos, encontrando además palabras liberadoras y de alabanza en el comentario de sus vecinas acerca de una mujer como Rut, cuando dijeron: “... Loado sea Jehová, que hizo que no te faltase hoy pariente, cuyo nombre será celebrado en Israel; el cual será restaurador de tu alma, y sustentará tu vejez; pues tu nuera, que te ama, lo ha dado a luz; y ella es de más valor para ti que siete hijos” (Rt. 4:14, 15).
Noemí tenía nuevamente una familia y disfrutó del papel de abuela de Obed; y finalmente, del mismo Rey David. Fue así cómo Dios usó sus circunstancias para solidificar el lugar de los gentiles en la genealogía del Mesías.
Quizás sea por el sufrimiento de los justos, que muchos consideran que Romanos 8:28 es uno de los versículos más citados de la Biblia: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados”. La promesa del bien frente al mal trae seguridad, ya que sin esta garantía de parte de Dios, no tendríamos esperanza.
Sin embargo, reconciliar lo que sucede en nuestras vidas con esta promesa, puede constituir un desafío. Todos hemos orado en algún momento, y tal pareciera que no recibimos respuesta. Puede ser la sanidad que no recibimos, un sueño que quedó atrás cuando el camino de nuestra vida tomó una nueva dirección, o un anhelo que nunca se cumplió. Para algunos, esa aparente contradicción puede conducir a la desilusión e incluso, causar tristeza, porque Dios aparentemente no cumplió Su promesa. Pero tal vez vemos contradicción, porque realmente no entendimos si eso era lo que necesitábamos o si estábamos pidiendo algo que no estaba en conformidad con la voluntad de Dios.
Cuando el apóstol Pablo escribió la epístola a los Romanos a la iglesia en Roma, claramente quería que los hermanos entendieran antes de su llegada, cuál era su posición sobre la fe, la gracia, la salvación y la morada del Espíritu Santo. Con la esperanza de recibir apoyo entre los creyentes y unificar a una iglesia seriamente dividida.
Gran parte de su epístola, particularmente el capítulo 8 está lleno de aparentes contradicciones, ya que Pablo contrasta la vida egoísta en busca de las satisfacciones de la carne, con otra enfocada en el caminar de acuerdo con la justicia de Dios. La carta fue escrita entre finales de los años 40 y principios de los 50 de nuestra era, en una época en que la persecución de los judíos y cristianos se había extendido en Roma, bajo el emperador Nerón.
Aunque Pablo habla extensamente de la lucha entre la carne y el espíritu, de la mente carnal en contra de la espiritual que da vida, les recuerda a los romanos que como creyentes son habitados por el mismo Espíritu que levantó al Señor Jesús de la muerte, un agente poderoso en nuestras luchas en contra de la tentación. Sin embargo, en Romanos 8:18 dice: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”.
Esta alusión proyecta una lucha más allá de su propia batalla contra el pecado, o al terror de la persecución romana. Se sabía que Nerón colgaba a los cristianos y judíos sobre postes en su jardín, los empapaba con brea y los incendiaba para que le proporcionaran luz durante sus paseos nocturnos.
Es en este contexto que Pablo hace su declaración: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Ro. 8:28, 29).
Es común escuchar el testimonio de creyentes para quienes esta promesa se ha convertido en realidad, cuando tuvieron que enfrentar una situación difícil con la familia o en el trabajo. Estaban llenos de temor y seguros de que no les esperaba nada bueno; y de repente Dios actuó y la situación cambió milagrosamente para su beneficio.
Dios nos ama, y a menudo mantiene esta promesa en un nivel muy íntimo, casi secreto. Pero el bien que nos promete, no siempre significa que recibiremos lo que nosotros queremos o deseamos. Sino que podemos saber sin lugar a dudas, que la voluntad de Dios siempre se cumplirá a través de todas nuestras circunstancias, que sus planes no serán frustrados, y que a través de nuestro sufrimiento seremos transformados a Su imagen. Que los deseos de nuestro corazón serán cambiados y llegarán a estar alineados con los Suyos. El mayor bien para nosotros es que se cumplan Sus planes.
Nuestro Dios y Su santa Palabra son eternos e inmutables, y juntos nos traen un mensaje claro para hoy. La historia de Job nos demuestra, que no hay curación sin enfermedad; la de José que no hay liberación sin esclavitud; y las de Jocabed y Noemí, que no hay alegría sin el conocimiento de la miseria.
Pablo nos dice a lo largo de la epístola a los Romanos, que sin maldad, no habría reconocimiento del bien; y sin pecado, no se entendería la justicia. El Dios soberano del universo nos ha dicho que todas nuestras circunstancias tienen un propósito: «Transformarnos a Su semejanza e impactar nuestras comunidades; e incluso nuestro mundo, con el conocimiento de Él».
“Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Co. 3:18).