El amor de un abuelo
- Fecha de publicación: Miércoles, 24 Septiembre 2008, 14:39 horas
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Dwight Lyman Moody nació en 1837, fue el más grande evangelista de su día. Predicó a más personas que ninguno de sus contemporáneos y fue el catalizador de grandes despertares espirituales, no sólo en Estados Unidos y Canadá sino también en Inglaterra, Escocia e Irlanda.
Sin embargo, lo que más significaba para él, tanto como su ministerio evangelístico, era su familia. Tuvo tres hijos: Emma, Will y Paul, y la llegada de sus nietos le trajo un gozo especial. Los primeros dos: Irene, la hija de Will, y Emma, la hija de Emma, nacieron en 1895. Moody los amaba entrañablemente.
La llegada de su tocayo Dwight Lyman Moody, en noviembre de 1897, trajo aún mucho más gozo. Pero nadie podía imaginar que sus nietos amados muy pronto precipitarían su crisis final.
El 30 de noviembre de 1898, mientras estaba en Colorado, recibió un telegrama que lo dejó estupefacto. El pequeño Dwight de un año, su orgullo y gozo había muerto. Agobiado por el dolor, le escribió así a los dolientes padres: “Sé que Dwight está pasando muy bien, y que debemos regocijarnos con él... ¿Cómo serían las mansiones sin niños? Él era el último que debía haber partido en nuestro círculo, ¡pero fue el primero en llegar allí! ¡Tan a salvo, tan libre de todos los dolores que estamos pasando nosotros! Doy gracias a Dios por su vida. Casi fue toda de sonrisas y alegría, qué cuerpo glorificado tendrá, ¡y con cuánto gozo esperará la llegada de ustedes! Dios no nos da un amor tan fuerte los unos por los otros, por unos pocos días o años, sino para que permanezca para siempre. Ustedes tendrán a su querido hombrecito por los siglos de los siglos, y el amor continuará aumentando. El Maestro tenía necesidad de él, de otra forma no lo habría llamado; y ahora no se sentirían tan altamente honrados porque tomó algo de casa de ustedes que deseaba’.
“No puedo pensar de él, como si perteneciera a la tierra. Entre más pienso en él, más me convenzo que fue enviado únicamente para unirnos los unos con los otros hasta un mundo de luz y gozo. No quisiera que regresara, aunque pudiera tener toda la tierra para dársela... Amado, amado, niñito... No tengo duda que cuando vio al Salvador, sonrió como hacía cuando los veía a ustedes, y las palabras que vienen una y otra vez a mente son estas: ‘Todo está bien con el niño...’ Gracias Dios, Dwight está seguro en el hogar, y todos nosotros lo veremos muy pronto.
“Su padre que los ama,
Dwight L. Moody”.
El mes de marzo siguiente, la pequeña Irene se enfermó con tuberculosis y para agosto estaba completamente consumida. Moody trajo a Will, su esposa May y la pequeña Irene a su hogar, para ofrecerles toda la ayuda que podía, pero nada se pudo hacer para salvarle. Para inmenso dolor de todos, Irene murió justo ocho meses después de su hermanito.
En el funeral, Moody inesperadamente se puso de pie y habló de Elías, “esperando en el valle de Jordán, hacía ya tantos años, para que el carro de Dios se lo llevara a casa”. Y continuó diciendo: “Una vez más el carro de Dios descendió en el valle de Connecticut, ayer por la mañana como a las seis y media y se llevó a nuestra pequeña Irene a casa”.
El dolor agobió de tan gran manera el corazón de este abuelo, que sólo cuatro meses después, era él mismo quien estaba muriendo. En su lecho de muerte recuperó el conocimiento momentáneamente y dijo: “¿Qué significa esto? Debo haber estado en un trance. Fui a las puertas del cielo. ¡Todo era tan maravilloso, y vi a los niños!”.
Su hijo Will le preguntó: “¿Oh padre, ¿los vistes?”.
Moody respondió: “Sí, vi a Irene y a Dwight”. Temprano por la mañana, en su último día en la tierra, su hijo Bill, que le velaba, le oyó decir algo, e inclinándose oyó estas palabras: “La tierra retrocede, el cielo se abre, Dios me está llamando”.
Inquieto, Bill llamó a los demás miembros de la familia. “No, no papá, no estás tan mal” - le dijo el hijo. El enfermo abrió los ojos y al verse rodeado por su familia dijo: “He estado ya dentro de las puertas. He visto el rostro de los niños”.
Poco después perdió el sentido otra vez, pero pronto, volviendo en sí abrió los ojos y dijo: “¿Es esto la muerte? Esto no es malo. No hay tal valle sombrío. Esto es la bienaventuranza; esto es dulce, esto es la gloria”.
Con el corazón quebrantado, su hija le dijo: “¡Papá, no nos dejes!”. “¡Oh!” - respondió el moribundo. “Emilia, yo no rehúso el vivir. Si Dios quiere que viva, viviré; pero si Dios me llama es preciso que me levante y vaya”.
Un poco más tarde alguien procuró despertarle, pero él respondió en voz baja: “Dios me está llamando. No me importunen para que vuelva. Este es el día de mi coronación. Hace tiempo que lo esperaba”.
Y así voló su espíritu a la presencia de Dios para recibir la corona de gloria.
Momentos después estaba con sus nietos.
Reflexión
¿Ha experimentado la pérdida de alguien muy cercano a usted? La pena puede ser un obstáculo tan abrumador en nuestras vidas, que puede parecer imposible de superar. La enormidad del dolor de Moody ante la muerte de sus nietos sólo puede compararse con la profundidad del consuelo de Dios. Traigále sus pérdidas a Él y acepte su consuelo. “Por tanto, Jehová esperará para tener piedad de vosotros, y por tanto, será exaltado teniendo de vosotros misericordia; porque Jehová es Dios justo; bienaventurados todos los que confían en él” (Isaías 30:18).