El dilema de un hombre
- Fecha de publicación: Miércoles, 24 Septiembre 2008, 14:39 horas
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Edward D. Griffin nació en 1770, el hijo de un acaudalado agricultor de Connecticut. Fue a Yale con el plan de estudiar para el ministerio, pero cuando comenzó el último año, se advirtió de que no era regenerado. Horrorizado ante la idea de convertirse en pastor sin una fe personal, se puso a estudiar leyes.
En julio de 1791 se enfermó. En su lecho de dolor sintiéndose miserable, comenzó a pensar: “Sino puedo aguantar estos dolores por tan corto tiempo, ¿cómo podré soportar las penas del infierno para siempre?”. Este pensamiento no le abandonaba, y en tres meses había depositado su confianza en Jesús como su Señor y Salvador e iba camino al cielo.
Al poco tiempo comenzó a cuestionar su decisión de convertirse en abogado. Un domingo después del servicio en la iglesia, mientras ascendía las escaleras hacia su habitación, la pregunta volvió a surgir en su mente una y otra vez: “¿Por qué no era un pastor?”. Para el tiempo que llegó al tope de la escalera, resolvió que investigaría seriamente el asunto. Abrió su Biblia repetidamente, y en cada ocasión el pasaje que leía era una referencia a sus propias palabras, “de predicar el evangelio eterno, arrebatando a las almas como tizones en medio de las llamas”. En menos de cuarenta y cinco minutos se convenció que había sido llamado a predicar el Evangelio.
¡Y predicó! Después de recibir entrenamiento de Jonathan Edwards hijo, Griffin pastoreó una serie de iglesias congregacionales en New Salem y New Hartford, Connecticut, y en New Orange y Newark, New Jersey. En 1808 se convirtió en profesor de predicación en el Seminario Andover, y de 1811 a 1814 fue pastor de la Iglesia Park Street, en Boston. Finalmente desde 1821 hasta 1830, sirvió como presidente del Colegio Williams.
Las bendiciones de Dios sobre él son casi sin iguales en la historia de los predicadores norteamericanos. Su ministerio fue prácticamente un continuo despertar espiritual. En dondequiera que iba, el Espíritu Santo atraía a las personas a Jesús. Vio más convertidos gracias a su predicación, que nadie desde el tiempo de George Whitefield a mediados de los años 1700. En un punto, durante sus años como presidente del Colegio Williams, sólo había dieciocho estudiantes en todo el entero cuerpo estudiantil que no había recibido a Cristo como su Salador.
Su pasión por las almas continuó incluso mientras estaba muriendo. A sus nietos y sus empleados, les planteó un reto antes de partir, de que se reunieran con él en el cielo. A dos de sus nietos les dijo: “Deben entregarle su corazón al Salvador. No lo pospongan por otra hora más”. A una nieta le imploró: “Entrégale tu corazón al Salvador, mientras eres joven”.
Luego el 8 de noviembre de 1873, fue llamado al hogar celestial para estar con su Salvador para siempre.
Reflexión
¿Sabe qué le ha llamado Dios a hacer? Edward Griffin tuvo que esperar hasta que le entregó su vida al Señor Jesús, para que Dios le mostrara el plan para su vida. Algo similar es para el resto de nosotros, el primer paso para conocer el plan Divino para nuestras vidas, es confiar con todo nuestro corazón en el Señor Jesucristo como Señor y Salvador. Luego cuando le imploremos su guía, Él revelará su voluntad para nosotros, tal como le hizo a Edward Griffin.
“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2).