¿Cuáles son las cosas que ama Dios?
- Fecha de publicación: Sábado, 09 Noviembre 2024, 21:22 horas
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De continuo exhortamos a los hermanos para que aprendan a amar las cosas que quiere Dios, pero al reflexionar en todo esto surge una pregunta: «¿Qué es exactamente lo que ama el Creador?» Al escudriñar la Biblia sorprende encontrar pocas referencias al respecto, algo que comúnmente no imaginamos. Hay unas cuantas declaraciones explícitas sobre lo que Dios ama profundamente, y se pueden clasificar en tres áreas principales: las personas, la justicia y Sion.
El versículo probablemente más memorizado por todos los cristianos es Juan 3:16, que dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Claro está, el Creador se regocija con el mundo natural que creó, pero a lo que alude este texto, no tiene que ver con el mundo físico, sino con las personas que lo habitan.
El rey David, el gran Salmista, dijo: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies” (Sal. 8:3-6). La humanidad fue la obra maestra de Dios en la creación; y es cierto, el Creador ama al mundo, pero esto se refiere a las personas que habitan en él. También es cierto que ama a todos, creyentes e incrédulos, pero hay varios grupos específicos de personas que son objeto especial de su amor: el pueblo judío, los hijos de Israel, y los que creen en el Señor Jesucristo. Sorprende que haya tantos cristianos que no aman al pueblo judío, por eso uno no puede dejar de preguntarse: «¿Cómo puede alguien amar a Jesús, nuestro Salvador judío, y no amar a su familia?» Por otro lado, muchos judíos se preguntan: «¿Por qué algunos cristianos, como ustedes, nos aman, y otros sólo quieren hacernos daño en toda forma posible y con todo tipo de sanciones? ¿Por qué nos odian?»
La gran mayoría de hispanoamericanos nacimos en hogares católicos, ya que esta religión fue la que predominó y predomina en América Latina, y desde siempre los sacerdotes enseñaron que los judíos eran un pueblo apartado de Dios porque habían asesinado a Jesús.
Resulta increíble que todavía haya cristianos que sigan denigrando al pueblo hebreo sobre esta base. Mientras que la sangre del Señor Jesucristo se derramó “para perdón de todos”, algunos creyentes siguen restringiendo su valor a grupos cada vez más pequeños, por ejemplo: los que practican ciertos ritos, observan determinada moral y se ciñen a normas establecidas.
Sin embargo, es preciso saber que el antisemitismo es muy antiguo. Ni Hitler ni los alemanes lo inventaron. El odio contra los judíos, tiene orígenes religiosos. Algunos de los primeros cristianos no admitían que rechazasen creer que Jesús era el “Hijo de Dios”, el Mesías. Cuando el cristianismo se convirtió en la religión mayoritaria de Europa, los judíos fueron perseguidos regularmente.
Hubo periodos de calma en que se los toleró, y otros de gran persecución, tal como en el tiempo de las Cruzadas en la Edad Media. En el año 1.096, los israelíes de Spira, Worms, Maguncia y Colonia, en Alemania, fueron masacrados a comienzos de las Cruzadas. Asimismo, el Rey Felipe el Hermoso expulsó a los judíos de Francia en julio de 1.336, sin olvidar confiscar sus bienes. Ellos fueron acusados de toda clase de crímenes contra los cristianos. Por ejemplo, se contaba que ellos el día de Pascua, debían raptar y sacrificar un bebé cristiano; que envenenaban el agua de los pozos, y cuando surgía una epidemia, se les culpaba por eso. Se les asignó el papel de “chivos expiatorios” o de “cabeza de turco”, ya que cuando algo marchaba mal, siempre eran los culpables por considerarlos diferentes al resto de la población.
Muchos están convencidos que los judíos fueron malditos por lo ocurrido durante el juicio del Señor Jesucristo. El episodio a que vamos a referirnos sólo lo menciona el apóstol Mateo. Cuando las autoridades religiosas llevaron a Jesús ante Pilato para que fuera juzgado, el gobernador romano se dio cuenta que lo habían entregado por envidia, e intentó liberarlo recurriendo a una treta. Pensó que, si enfrentaba a Jesús, con un famoso criminal llamado Barrabás, y les pedía a los judíos que eligieran a quién debían dejar en libertad, ellos optarían por Él. Pero se equivocó. Los sumos sacerdotes y dirigentes judíos convencieron a la multitud para que pidiera la libertad del delincuente.
Pilato, al ver frustrada su estratagema, dijo a los judíos que no podía condenar a muerte a Jesús, porque no encontraba en Él delito alguno. Esta frase tendría que haber servido para dar por finalizado el juicio, pero este nuevo intento tampoco funcionó: “Pilato les dijo: ¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron: ¡Sea crucificado! Y el gobernador les dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea crucificado! Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mt. 27:22-25).
Esta es la frase que para muchos resulta desconcertante. En realidad, es una fórmula legal frecuente en el Antiguo Testamento, que indicaba quién era la persona que debía asumir la responsabilidad de un delito, y sufrir el castigo correspondiente, que era la muerte: “Todo hombre que maldijere a su padre o a su madre, de cierto morirá; a su padre o a su madre maldijo; su sangre será sobre él… Cualquiera que yaciere con la mujer de su padre, la desnudez de su padre descubrió; ambos han de ser muertos; su sangre será sobre ellos… Si alguno se ayuntare con varón como con mujer, abominación hicieron; ambos han de ser muertos; sobre ellos será su sangre” (Lv. 20:9, 11, 13). Cuando David se encontró con el soldado que le dio muerte al rey Saúl, le dijo: “Tu sangre sea sobre tu cabeza, pues tu misma boca atestiguó contra ti, diciendo: Yo maté al ungido de Jehová” (2 S. 1:16). Y cuando Joab, general del ejército de David, le dio muerte al general Abner sin consentimiento del rey, David exclamó: “Caiga sobre la cabeza de Joab, y sobre toda la casa de su padre...” (2 S. 3:29a).
Según el Evangelio de Mateo, durante el proceso en contra del Señor Jesucristo, los judíos pronunciaron esa frase: “Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mt. 27:25), que sin quererlo marcó la historia y el destino del pueblo hebreo en su relación con los cristianos. Este clamor fue interpretado a lo largo de los siglos como una maldición que el pueblo judío se echó sobre sí mismo, asumiendo la responsabilidad de la muerte de Jesús. Desde entonces han sido y son muchos los que citan ese versículo como prueba de que Dios rechaza a Israel; y peor aún, ha servido para justificar las atrocidades y persecuciones cometidas contra ese pueblo, al considerar tales sufrimientos como un castigo Divino.
Continuará...