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El agua de la vida

  • Fecha de publicación: Jueves, 27 Diciembre 2007, 19:17 horas

Como una creación única de Dios, vivimos en cuerpos físicos en un universo material que un día dejará de existir, “...pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Co. 4:18).

Dios desea revelarnos el mundo eterno, ese mundo que no vemos con los ojos físicos.  Mientras nos encontremos en la tierra, debemos “...buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.  Poner la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:1, 2).

Pero... ¿Cómo puede Dios trasmitirles verdades espirituales a criaturas con mentes carnales, quienes debido al pecado están separadas de él y no saben nada, ni desean nada, excepto el mundo material?  El Creador por medio de términos físicos, familiares a nosotros, quiere que tengamos una comprensión clara y un deseo ardiente por la verdad y la realidad espiritual, la cual comunica por medio de palabras, a menudo en lenguaje figurado.

Desde el propio principio, el Señor ha usado de manera consistente el reino físico comenzando con el huerto del Edén, para transmitir verdades espirituales.  Pablo nos muestra cómo interpretar las lecciones objetivas de Dios, cuando dice: “Porque en la ley de Moisés está escrito: No pondrás bozal al buey que trilla.  ¿Tiene Dios cuidado de los bueyes, o lo dice enteramente por nosotros?  Pues por nosotros se escribió; porque con esperanza debe arar el que ara, y el que trilla, con esperanza de recibir del fruto.  Si nosotros sembramos entre vosotros lo espiritual, ¿es gran cosa si segáremos de vosotros lo material?  Si otros participan de este derecho sobre vosotros, ¿cuánto más nosotros?...  ¿No sabéis que los que trabajan en las cosas sagradas, comen del templo, y que los que sirven al altar, del altar participan?  Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio” (1 Co. 9:9-14).

En sus parábolas, el Señor Jesucristo habló de árboles y frutos, de las vides y de las uvas, de los pastores y las ovejas, de los sembradores, semillas, pan, viento, el clima, el nacimiento, la muerte, el fuego y el tormento.  Pero no hay cuadro más poderoso en toda la Escritura que el del agua y la sed.  Sin el agua no hay vida.  La sed indica la necesidad de agua para sustentar la vida.  La sed atormenta y si no se satisface puede causar la muerte.

Es bien llamativo que el Señor realizara toda una jornada para encontrarse con la mujer samaritana en el pozo, ya que es obvio que esta mujer estaba sedienta y que no lograba satisfacer su sed.  Como la mayoría de la humanidad, ella no podía entender que su sed era espiritual y que nada físico podía satisfacerla, sin embargo el Señor conocía su corazón: “Vino, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, junto a la heredad que Jacob dio a su hijo José.  Y estaba allí el pozo de Jacob.  Entonces Jesús, cansado del camino, se sentó así junto al pozo.  Era como la hora sexta.  Vino una mujer de Samaria a sacar agua; y Jesús le dijo: Dame de beber.  Pues sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer.  La mujer samaritana le dijo: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?  Porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí.  Respondió Jesús y le dijo: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva.  La mujer le dijo: Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo.  ¿De dónde, pues, tienes el agua viva?  ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?  Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna.  La mujer le dijo: Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla” (Jn. 4:5-15).

Jesús le habló acerca del agua y de la sed, enfatizando que cualquiera que bebiera del agua del pozo volvería a estar sediento, mientras que si bebía del agua que Él podía darle, nunca más tendría sed.  Había autoridad absoluta en sus palabras, y ella creyó lo que le dijo, aunque pensaba que se trataba de un agua especial que acabaría para siempre con su sed física, por eso le respondió: “Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla”.

De hecho, Cristo iba a exponer ante ella su vida, y su respuesta iba a impactar a la mujer: “Jesús le dijo: Ve, llama a tu marido, y ven acá.  Respondió la mujer y dijo: No tengo marido.  Jesús le dijo: Bien has dicho: No tengo marido; porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido; esto has dicho con verdad” (Jn. 4:16-18).

La mujer asombrada y perturbada respondió: “…Señor, me parece que tú eres profeta” (Jn. 4:19b).  La conversación que siguió puso al descubierto su sed espiritual.  Cristo le reveló que era el Mesías que esperaban.  Esa revelación tocó su corazón y creyó en Él, y corriendo hacia la ciudad fue a contarles a todos la increíble noticia de que el Mesías se encontraba en ese momento en el pozo de Jacob.  En su prisa por testificar de Ese que había revelado y satisfecho su sed espiritual, “...la mujer dejó su cántaro, y fue a la ciudad, y dijo a los hombres: Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho.  ¿No será éste el Cristo?  Entonces salieron de la ciudad, y vinieron a él” (Jn. 4:28-30).

Cuando la Biblia dice en Efesios 2:1 que en nuestro estado natural heredado de Adán «estamos muertos en nuestros delitos y pecados», uno sabe instintivamente que la referencia no es a la muerte física.  Recibimos vida en el momento en que nacemos en este mundo, pero trágicamente nacemos muertos espiritualmente debido a nuestra herencia de Adán.  Los adultos responsables hasta su muerte física, reciben por medio del Espíritu Santo vida espiritual en la familia de Dios cuando experimentan el nuevo nacimiento.  Si no es así, permanecerán espiritualmente muertos en el tormento de la separación eterna de Dios.  El Señor Jesucristo nos ofrece una idea, en la historia del hombre rico en el infierno y su insoportable sed espiritual debido a su separación de Dios.  El pecador, “...en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno.  Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama” (Lc. 16:23, 24).

El tormento de esa separación eterna lo soportó por nosotros nuestro Señor en la cruz.  Él sufrió la agonía del infierno, y “cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani?  Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27:46).

El tormento espiritual de los condenados es incluso más doloroso e insoportable que cualquier dolor físico que podamos experimentar en este mundo.

La mayoría de los habitantes de la tierra no reconocen que son seres espirituales, muertos para Dios al nacer, que ocupan temporalmente un cuerpo físico.  Con posesiones terrenales y placeres tratan de saciar esa sed por vida espiritual, la cual sólo satisface Dios en conformidad con sus términos.  Luego que Pablo depositó su fe en Cristo después de rechazarlo, se regocijó en algo que sólo saben los cristianos, que “...aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día” (2 Co. 4:16).  Es el hombre interior el que vive por el alimento espiritual y bebe la Palabra que ofrece Dios.

Tampoco la mayoría de personas reconocen que la muerte física no le pone fin a la existencia del alma y espíritu que habitan el cuerpo.  La muerte le pone fin a la oportunidad que la vida ha provisto para nosotros, el que nos sometamos a Dios voluntariamente, porque “...de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (He. 9:27).

La pasión por el materialismo, la codicia por la popularidad, placer, riqueza y poder, es lo que mueve a la humanidad.  Los medios noticiosos y Hollywood juegan un papel importante al incitar la codicia y la lujuria, con su tentador entretenimiento dirigido a la juventud, cuya única meta es hacer de cada generación más hijos de Satanás que sus padres antes que ellos.  Una y otra vez, la Palabra incambiable de Dios ha demostrado ser verdad, y ella dice: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo.  Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.  Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo.  Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:15-17).

Satanás engaña a miles de millones de almas con religiones falsas que parecen ofrecer un escape de los deseos carnales, pero que en realidad conducen a sus seguidores al infierno.  Los musulmanes le vuelven la espalda al materialismo del occidente y están dispuestos a morir en jihad, su guerra santa, con excepción de esos que vienen al occidente mientras pretenden permanecer fieles al islam.  Asimismo los despóticos gobernantes, millonarios y autocomplacientes de los países musulmanes, quienes nunca se ofrecen a sí mismos, ni a sus hijos como mártires del jihad.  Pero... ¿Cuál es la recompensa que esperan los suicidas que se inmolan?  “Un paraíso” que ofrece todo lo que le condenan al occidente: sexo ilimitado, abundancia de todo tipo de placeres para satisfacer los apetitos carnales, ríos de vino, el cual le está prohibido a los musulmanes en esta vida, y una capacidad sobrehumana para satisfacer “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida”.

Otros millones han quedado atrapados en el engaño de los hindúes del oriente, quienes con su misticismo parecen rechazar los placeres mundanos, aunque tal misticismo se basa en el mismo orgullo egoísta que hizo sucumbir el corazón de Eva: el deseo de convertirse en un dios.  Los gurúes orientales se enriquecen vendiendo divinidad a millones en el occidente, mediante el desarrollo de la personalidad por la autorrealización, empacada como yoga y meditación oriental, un engaño que ahora se ha extendido hasta en la Iglesia.

Los gurúes son víctimas de “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida”, de los cuales prometen escape a sus seguidores.  Estos supuestos hombres de Dios, mientras “les prometen libertad... son ellos mismos esclavos de corrupción...” (2 P. 2:19a).

Estos agentes de Satanás prometen hacer realidad la pasión heredada de Eva, de convertirse en un dios y satisfacer así todos los deseos de la carne.  El movimiento de la Nueva Era ofrece su propia divinidad mediante el poder de la mente a fin de satisfacer todas las ambiciones egoístas, partiendo desde donde quedara la revolución hippie.  Le hizo un nuevo paquete al misticismo oriental y lo presentó como “potencial humano”, y atrapó a millones con “el orgullo de la vida”.  Agitó una breve ráfaga de interés en la dimensión “espiritual”, dejando inmediatamente después las almas hechas añicos y alejadas de Dios.  El mantra de ellos: «Soy espiritual, pero no religioso», lo que realmente quieren decir es: «No trate de imponerme sus normas religiosas».

El último movimiento “los Nuevos Ateos” es dirigido por el famoso evolucionista Richard Dawkins y su suplente Sam Harris.  Ellos declaran que creer en Dios no es sólo un gran engaño, sino un mal del cual debe ser librado el mundo, y están determinados a hacerlo.  Sus libros ocupan los primeros lugares en la lista de “best sellers” del periódico The New York Times.  Ridiculizan a esos que creen en Dios, usando argumentos como la siguiente declaración de Harris, en “Un Manifiesto Ateo” publicado en el sitio de internet www.truthdig.com, donde dice: «Claro está, las personas de fe, se aseguran unos a otros que Dios no es responsable del sufrimiento humano.  Pero, ¿cómo más podemos entender el reclamo de que Dios es omnisciente y omnipotente?

Si Dios existe, entonces, o no puede hacer nada para hacerle un alto a las calamidades más atroces, o no le importa.  Por consiguiente, Dios es o impotente o perverso.  Los lectores piadosos ahora se plantearán el siguiente juego de palabras: Dios no puede ser juzgado por las normas simples de moralidad humana.  Pero claro está, las normas humanas de moralidad son precisamente, las que el fiel usa en primer lugar para establecer la bondad de Dios...

Si él existe, el Dios de Abraham no sólo es indigno de la inmensidad de la creación, sino que incluso, es indigno del hombre.

Claro está, hay otra posibilidad... que el Dios de la Biblia sea ficción».

Aparentemente, Dios es responsable de todos los niños que se niegan a comerse sus frijoles o son negligentes y no hacen sus asignaciones escolares, también de cada pelea acalorada entre enamorados y de cualquier acción egoísta.  ¿Es qué acaso debe hacer que todos se comporten como santos perfectos?  Si Dios hubiera hecho a la humanidad como robots, programados para hacer todo lo que Él determine, entonces se le podría culpar por no hacerle un alto al mal, el sufrimiento y la muerte, aunque tampoco habría amor.  Todos sabemos que tenemos el libre albedrío, y que podemos usarlo de continuo, incluso hasta el punto de que podemos alzar el puño en contra de Dios, maldecirlo y vivir en rebelión total en contra de sus leyes escritas en cada conciencia, por consiguiente no tenemos excusa.

¿Pero cómo puede el Poder que hizo posible que nos amásemos unos a otros, ser culpado por el sufrimiento de niños inocentes, por las enfermedades, el hambre, el abuso?  Pero... ¿Qué con respecto a los desastres naturales tales como tornados, huracanes, terremotos, tsunamis, serpientes venenosas, insectos, animales de presa devorándose unos a otros y a los hombres?  ¿Será todo esto una consecuencia del rechazo de los hombres a Dios?

La Biblia deja claro que todo el universo fue afectado por el pecado de Adán y por haberse unido a Satanás en rebelión contra Dios: “Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora” (Ro. 8:22).  La liberación de esta maldición llegará en parte durante el reinado milenial de Cristo a la tierra.  Como dice la Escritura: “La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja...  El lobo y el cordero serán apacentados juntos, y el león comerá paja como el buey; y el polvo será el alimento de la serpiente.  No afligirán, ni harán mal en todo mi santo monte, dijo Jehová” (Is. 11:7; 65:25).

Esta liberación se completará en los nuevos cielos y la nueva tierra: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más...  Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán” (Ap. 21:1; 22:3).

Pero... ¿Cómo puede un Dios amante ser tan vengativo para atormentar a esos que rechazan a Cristo en las llamas del lago de fuego para siempre?  Eso no es lo que Dios ha elegido para la humanidad.  Él nos ama tanto que hizo de su amor el ingrediente esencial de nuestra propia existencia.  Por lo tanto, el éxtasis es estar en la plenitud de su amor; y estar separados de Él, es una tortura.  Es por eso que el infierno será un lugar de tormento, por la misma razón que en el cielo, el placer y el gozo serán exquisitos.

La mejor forma para describir esta realidad espiritual en términos que podamos comprender, es con el agua y la sed.  El agua sabe tan bien porque es esencial para nuestra vida.  Por la misma razón, la sed es tan mala.  Dios no nos creó para que tuviéramos sed, sino para que bebamos de su amor.  No es más razonable culpar a Dios por nuestras necedades, fracasos y dolores, que decir: «El diablo me impulsó a hacerlo».

Un cardumen de peces está nadando muy alegremente en un lago.  Uno de ellos ve a un hombre sentado en una silla en la playa, sosteniendo una caña de pescar y fumando un cigarro.  El pez exclama: «¡Ahora, eso si es vivir!»  Movido por la envidia salta del agua.  Exhausto tratando desesperadamente de agarrarse a la caña de pescar para sentarse en la silla, el pez fuera del agua jadea por última vez.

Si Richard Dawkins y Sam Harris, vieran al pez agitándose en el suelo, con las branquias abriéndose y cerrándose en vana desesperación, declararían en triunfo: «¿Qué clase de Dios crearía a un pez para que sufriera de esa manera?»

Los ateos continúan discutiendo con gran entusiasmo, cómo la evolución, la selección natural y la supervivencia del más apto, ineficientes y crueles hasta más no poder, han producido en forma tan maravillosa, criaturas como ellos mismos, con tal sabiduría que pueden analizar las fuerzas cósmicas que los engendraron y condenar al Dios, que aseguran que no existe.  Dios no hizo el pez “para que sufriera así”.  Hizo al pez para que nadara en el agua, fue el hábitat que le dio.  Pero el pez no estaba contento con lo que le habían dado y trató de hacer su propia voluntad.  De la misma manera, nada podía ser más razonable que el Creador estuviera a cargo de su universo, pero el hombre se rebeló.

Así como Dios creó al pez para que nadara en el agua, también creó al hombre para que nadara eternamente en el océano de su amor.  Fue así como nos constituyó para que nuestro mayor gozo, de hecho nuestra propia vida, fuera recibir su amor y amarle a cambio.  Pero rechazamos su amor, escupimos en su rostro, y de manera desafiante seguimos nuestro propio camino.  Sólo Dios sabía el tormento infinito que sufriríamos como resultado de nuestra rebelión, por eso dio a su Hijo para que pagase el castigo que merecía cada pecador.

El Señor Jesucristo habló del “lago de fuego” mencionado en Apocalipsis 20:15, el sitio final a donde irán los rebeldes, como un lugar donde habrá una sed insoportable.  No es la voluntad de Dios que ningún ser humano vaya allí.  El lago de fuego no fue hecho para el hombre, sino que fue “...preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt. 25:41b).  Desde el principio de la Biblia hasta el fin, Dios continúa suplicando: “Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven.  Y el que oye, diga: Ven.  Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Ap. 22:17).

El cielo es para esos que han aceptado la oferta de beber continuamente del agua de la vida: “Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero” (Ap. 22:1).

En contraste con esos que serán “...lanzados... dentro de un lago de fuego que arde con azufre... y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Ap. 19:20c; 20:10c), la Biblia nos dice que esos que están en el cielo “ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno; porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes de aguas de vida; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos” (Ap. 7:16, 17).  Vivamos en el gozo de esa promesa en los días venideros y llevémosles las buenas nuevas a todos los que las escuchen.

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