Desde el infierno hacia el cielo
- Fecha de publicación: Miércoles, 29 Febrero 2012, 23:04 horas
Puedo recordar esta experiencia como si hubiera ocurrido ayer. Era una noche en que la temperatura estaba bajo el punto de congelación en el invierno de 1961, tenía 14 años de edad. Un gran número de personas se habían reunido para escuchar a un poderoso evangelista que iba a hablar sobre el cielo y el infierno.
Fui a la "Cruzada" porque mi madre me dijo que tenía que ir. Aunque había asistido a la iglesia regularmente, esta reunión fue diferente. Durante toda la noche, el evangelista estuvo caminando de un lado a otro en la plataforma hablando con su voz al máximo. A la conclusión de la reunión, preguntó quién quería ir al cielo. Como las cabezas de todos estaban inclinadas y tenían los ojos cerrados yo levanté mi mano. Claro está no quería ir al infierno, ¿quién desearía ir allí?
Entonces el evangelista dijo algo que me sorprendió. Les dijo a esos que habían levantado sus manos que se pusieran de pie y caminaran al frente. «Si van a seguir a Jesús deben hacer una declaración pública», vociferó. «Párense de sus sillas y caminen al frente del auditorio y sean salvos».
Tal parecía que mi corazón había dejado de latir. ¿Me estaba hablando a mí? ¿Cómo podía hacer eso? Allí había personas que me conocían. ¡Pensarían que estaba completamente loco! Esos y otros pensamientos acudieron a mi mente. El evangelista hizo dos o más llamados y en cada ocasión sus palabras infundían más miedo. A pesar de todo permanecía sentado, como pegado a mi silla y mis pies clavados en el suelo.
Fue en ese momento que algo dramático ocurrió. Una anciana sentada detrás de mí, me dio unas palmaditas en el hombro y me susurró roncamente en el oído: «Hijito, vi que levantaste la mano. Dios quiere que vayas al frente y seas salvo. ¿No deseas quemarte en el infierno, verdad?»
Ya me encontraba en un estado de trauma. Ahora estaba al borde de un ataque. Sentimientos de furia me controlaban. Sentía como si me hubieran jugado una mala pasada y manipulado. De súbito salté de mi silla, me precipité a toda carrera hacia la salida del auditorio, forcé la puerta abierta y corrí sin parar a kilómetro y medio de distancia de mi casa.
Incluso, ahora que recuerdo esa experiencia, las mismas emociones acuden a mi mente. Luego de salir corriendo a casa después de la invitación del pastor para seguir a Cristo, continué corriendo, no del evangelista, sino de Dios. Corrí por otros 16 años. No fue hasta cuando tenía 30 años que reconocí haber cometido un serio error.
A pesar de que la ancianita en el auditorio de la escuela superior pudo haberse equivocado en la forma cómo me retó, más tarde en mi vida descubrí que lo que dijeron tanto ella como el evangelista era verdad. Aunque no tengo nada contra el evangelista, mi creencia personal es que cada creyente debe ser un evangelista y compartir su fe con otros, uno por uno. Eso se llama testificar. ¿Ha tratado usted?