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- Fecha de publicación: Miércoles, 24 Septiembre 2008, 14:39 horas
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Presionadas violentamente por la izquierda, asaltadas sin misericordia por la derecha, y perseguidas por la retaguardia, las tropas romanas de Decio fueron doblegándose de cansancio, y gradualmente sucumbieron a los golpes fatales del bárbaro rey godo Kniva. Decio cayó finalmente, como una forma oscura entre muchas otras, pisoteado por las patas de los caballos atacados por el pánico, y succionado por las hirvientes aguas del pantano. Su cuerpo nunca fue encontrado.
Decio había sido emperador por menos de tres años. Habiendo llegado al poder en un tiempo cuando la confusión política, las crisis militares y la inestabilidad política amenazaban el imperio romano, buscaba unir a sus súbditos por medio de la sumisión forzada a los antiguos dioses romanos. Quizá razonaba así: “Tal vez los dioses nos favorecerán una vez más, nos darán la victoria final sobre los godos apestosos, y restaurarán la gloria del imperio”.
El 3 de enero del año 250 de la era cristiana, publicó un edicto imperial ordenando a todos los ciudadanos del imperio que sacrificaran a los dioses romanos. A esos que lo hicieran, les entregarían certificados como evidencia de que habían acatado su orden, mientras quienes se rehusaran, serían hechos prisioneros o ejecutados.
El edicto de Decio inició la primera persecución universal romana de la iglesia cristiana. Un número incontable de creyentes sufrieron la pérdida de sus familias, la libertad y la vida misma. Entre esos martirizados a lo largo de los dos años siguientes, estaban los obispos de Roma, Antioquía y Jerusalén.
Cuando Decio murió en la batalla contra los godos en junio del año 251, finalizó el pogromo, pero el momento de calma reveló una guerra espiritual dentro de las filas de la propia comunidad cristiana.
Muchos creyentes tuvieron que ofrecerle sacrificios a los dioses para salvar sus vidas, y otros habían obtenido ilegalmente certificados sin haber hecho sacrificios. Ahora miles de los cristianos que tuvieron un momento de debilidad y cayeron, imploraban para que los recibieran nuevamente en el compañerismo de la iglesia.
Resultó una gran controversia. Algunos de esos que habían sido puestos en prisión por su fe escribieron cartas de perdón a grandes números de quienes habían negado a Cristo. Otros individuos deshonestos fabricaron papeles de amnistía en el nombre de los mártires muertos.
Los obispos estaban divididos respecto a cómo tratar a los cristianos que habían caído. Algunos exigían la excomunión. Otros pedían una amnistía general. Finalmente, se pusieron de acuerdo en que esos que de hecho habían sacrificado a los dioses deberían ser readmitidos a la comunión, sólo cuando murieran. Mientras los que obtuvieron un certificado romano falso, pero no llegaron a hacerle sacrificios a los dioses, podían volver a ser admitidos tras arrepentirse y hacer penitencia. Sin el dolor por su falta de fidelidad, ellos no recibirían gracia. Sin embargo, las disensiones amargas sobre el asunto continuaron terminando por crear un cisma.
Cuando surgió otra gran persecución bajo el emperador Valeriano en el año 257, se ofreció una amnistía más amplia a esos que habían desertado durante los días de Decio. Esta no fue señal del debilitamiento de una norma, sino más bien una compasiva oportunidad para que los rechazados se mantuvieran en donde una vez habían caído. Muchos regresaron al rebaño. Y muchos otros, a cambio, sacrificaron sus vidas para Cristo.
Reflexión
¿Cómo se sentiría si la iglesia tuviera que tratar con cristianos que sacrificaron a los dioses romanos o quienes obtuvieron certificados falsificados como evidencia de acatamiento? ¿Cómo tratarían las iglesias hoy, a miembros comprometidos con pecados flagrantes?
“Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gálatas 6:1).