Los Pasos del Hombre
- Fecha de publicación: Miércoles, 24 Septiembre 2008, 14:39 horas
- Escrito por Por Mariano González V.
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Años atrás, mientas viajaba en automóvil hacia el oeste por la carretera interestatal I-70 en el estado de Kansas, Estados Unidos, sufrí una aparatosa volcadura que bien podría haberme resultado fatal. Tomé las fotos que ilustran este artículo momentos después del accidente.
¿Cómo se hubiera sentido usted, si hubiera estado conmigo dentro del automóvil cuando dio tres vueltas completas sobre la carretera antes de detenerse? ¿Se hubiera usted asustado mucho? ¿Se hubiera puesto muy nervioso? O ¿hubiera permanecido totalmente indiferente? Tan traumática experiencia . . . ¿le hubiera hecho sentirse humillado, desanimado, frustrado, impotente?
¿Le gustaría saber cómo me sentí yo cuando vi el vehículo patas arriba?
Pues . . . déjeme contarle . . . Mientras el automóvil daba vueltas sobre el pavimento, estaba yo completamente consciente de todo lo que ocurría. Por la gracia de Dios permanecí en calma, sereno, con perfecto autocontrol. En ningún momento perdí los estribos, no me asusté, no me puse nervioso, ni sentí pánico. Todo lo que hice fue enviar un telegrama urgente al cielo en el que decía: “Dios, ¡Sálvame!” Le aseguro que si hubiese tenido que mostrar el más leve rasguño para probar mi accidente, nunca hubiera podido probar que me accidenté. Por la gracia de Dios, ¡Salí ileso de ese torbellino! ¡Vivito y coleando!
“Despacito . . . despacito . . . ¿se hizo usted daño? ¿Hay alguien más dentro del vehículo con usted?” Así preguntaba alguien que acudió a socorrerme. Se trataba de un agente policial de otro estado que andaba por allí de vacaciones. En esos momentos no estaba siquiera en funciones policiales. Este policía viajaba en dirección contraria a la que yo llevaba. Se dirigía hacia el Este de Estados Unidos. Desde esa pista opuesta percibió que no me estaba excediendo en el límite de velocidad por lo que era inexplicable el vuelco y las tantas volteretas que dio mi vehículo. Ofreció permanecer conmigo para poner una palabrita a mi favor cuando la patrulla de caminos llegara. Estaba consciente de que yo no había incurrido en ninguna violación de la ley de tránsito, y con todo altruismo se ofreció para ayudarme.
Con mucho esfuerzo pude salirme del automóvil arrastrándome a través de una ventana puesto que no podía abrir las puertas. Una vez de pie sobre el pavimento le dije en voz alta a este hombre: “¡Gloria a Dios! ¡El Señor me ha dejado en el mundo con algún propósito!”
Acto seguido, le pregunté si creía en los milagros. El hombre me miró con ojos de asombro pero no respondió ni media palabra. Me imagino que estaría pensando . . . ¿de qué manicomio se habrá soltado este loco?
Volví a la carga con mi hombre: “Si usted no cree en los milagros, comience a creer ahora, porque éste es uno” — le recalqué. “¡Mire!” — le dije — “acabo de venir de Kansas City donde bauticé esta mañana a siete creyentes y . . . el diablo anda ahora enfadado detrás de mi”.
“Pa a a . . . r e e . . . ce que sí” . . . — me contestó casi entre dientes, y con visible poco entusiasmo, más bien con aire de escepticismo. Creo que dijo “parece que sí” por cortesía, sólo para agradar mi oído.
La patrulla de caminos llegó minutos después al lugar del accidente. El patrullero no marcó mi licencia de conducir, ni me multó. La compañía aseguradora tampoco me subió las primas del seguro, y por el contrario, me pagó más que bien el automóvil que quedó totalmente inservible. Con ese dinero pudimos comprar otro flamante vehículo y así volver muy pronto sobre ruedas.
Se comprobó en la escena del accidente que éste había ocurrido por una falla de construcción en la carretera. En su orilla, el pavimento de concreto se había levantado unas cinco pulgadas por encima del lomo de estacionamiento. Aunque viajaba dentro del límite de velocidad, la llanta derecha delantera se vació cuando golpeó de lado el pavimento alzado. De ahí en adelante el vehiculo perdió el control. Giró hacia la izquierda cruzando hacia el carril de rebase y siguió errante hacia la zanja central que divide la carretera de cuatro carriles. En la zanja central se volcó estrepitosamente dando tres vueltas consecutivas. Pasó hacia los carriles de las otras dos pistas que mueven el tráfico en sentido opuesto, y . . . ¡Catapún!, se detuvo en seco sobre el carril de rebase de dicha pista que lleva lleva el tráfico en dirección Este versus la dirección Oeste que yo llevaba.
Atrapado dentro del automóvil, podía escuchar el rugir de los grandes camiones que se acercaban a toda velocidad por el carril libre que les dejé. ¡Qué escena! Mi vehículo había quedado varado sobre su capota en la pista opuesta, con las cuatro ruedas hacia arriba.
¿Puede tal cosa sucederle a un cristiano?
¡No es la primera vez!
¿Puede un predicador que anda en diligencias del Reino de Dios pasar por una experiencia así?
¡No será la última vez!
¿Cuál es el propósito práctico detrás de un accidente automovilístico como éste? ¿Tiene un sacudón así alguna lección práctica?
¿Cuál?
¿Es esta la forma como Dios habla con sus siervos o la manera como Satanás se opone al trabajo de ellos? ¿Les suceden cosas así por error humano o por intervención divina? ¿Ocurren por pura casualidad o por determinada providencia?
La Biblia dice: “Por Jehová son ordenados los pasos del hombre y EL aprueba su camino” (Sal 37:23). Note el lector que el salmo dice: “Los pasos del hombre”. . . Siendo que los pasos del hombre impío van por la vía contraria a los deseos de la naturaleza santa de Dios, el camino que Dios aprueba no puede ser el camino del hombre impío porque Dios no “ordena” los pasos del impío. Es la terca voluntad del impío que determina el derrotero que éste sigue en la vida. Corroborando lo que en realidad Dios piensa del hombre no convertido, la Biblia afirma que Dios “trastorna” el camino del impío” (Sal 146:9), que el camino del impío es “como obscuridad” ( Pr 4:19), y que es “abominación” a Dios(Pr 15:9). Es por ello que de la manera más enfática Dios demanda que el hombre inconverso “deje su camino” (Is 55:99).
Concluyo entonces, que cuando dice “los pasos del hombre” no se refiere a los pasos de un hombre genérico cualquiera, sino los de un hombre en particular y especial. Se trata de aquél hombre que ya ha sido hecho hijo de Dios por fe en Jesucristo. Habla del hombre que está habituado a tomarse de la mano de Dios para andar en camaradería con EL. Es un hombre creyente que ha puesto en el Señor su confianza y ha tomado al Altísimo como su habitación.
Si usted lee con cuidado el Salmo 37 no le será difícil concluir qué clase de hombre es éste a quien Dios le ordena los pasos y a quien le aprueba su camino. Concluirá que se trata de un hombre que ha aprendido a caminar a la par de Dios sincronizando sus pasos con los del Altísimo. Que es uno que suele confiar en su Dios, se empeña en sazonar sus palabras con la sal de los sanos juicios, que incorpora santidad a sus hechos, y se goza en traerle lustre a Dios haciendo de continuo el bien. Es uno que pone su deleite en el Señor y a EL encomienda cada pulgada del camino de su peregrinación por la vida. Este es el hombre a quien Dios le ordena los pasos y a quien le aprueba su camino.
De modo que, mi amigo, en el andar de la vida no hay casualidades cuando se camina con Dios. La voluntad permisiva de Dios es la que da forma y color a los eventos de la vida del que sigue al Señor.
¿Puede satanás tocarnos sin el permiso de nuestro Padre celestial? Eso, nunca. El hombre que camina con Dios ha seguido las instrucciones inspiradas del Salmo 37:5 que le dicen: “Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él y EL hará”. Sabe también orar la petición del Salmo 119:133: “Ordena mis pasos con tu Palabra y ninguna iniquidad se enseñoree de mi”. Esta petición no es la oración de un hombre cualquiera, de un hombre más de los del montón, sino la súplica de un hombre convertido que percatándose del orden maravilloso que impera en todo el universo, desea incorporar al ámbito de su propia vida esa misma simetría y sinergia, ese codiciable orden, que caracteriza al ámbito de Dios. Es uno que conscientemente ha determinado no correr el riesgo de andar fuera de serie y desorbitado y cuyo más hondo deseo es, primero, ingresar, y luego mantenerse en órbita como un satélite del eterno. El hombre referido aquí es uno que de por si ya tiene un caminar firme e iluminado habiendo hecho de la Biblia, “lámpara a sus pies y lumbrera a su camino” (Sal 119:105). La oración “ordena mis pasos” no está cortada para hacerse sólo ante los grandes eventos de la vida, ni aún para ocasiones especiales o espectaculares, sino para orarse también en los detalles comunes y corrientes del diario vivir. “Ordena mis pasos” — ruega a menudo, sumiso y alegre, el que milita en la familia de Dios.
También yo, antes de hacer esta oración y de tomar esta firme determinación en mi vida, anduve por el mundo desordenadamente haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos. Mi camino llevaba un rumbo contrario al camino por donde transita Dios. Por consiguiente, vivía infeliz, estaba desubicado, inconforme, andaba a tientas, engañando y siendo engañado. Era dueño de un chorro de dudas y del más crónico sentido de inseguridad. Me asediaba el miedo a la muerte y me carcomía el terror con que el perdido anticipa su más allá. Andaba con la derrota dibujada en la frente, cabizbajo, triste. Pero . . . un buen día, ¡oh día glorioso!, sentí como que la gloria de Dios misma descendía a mi corazón, que el resplandor “del nuevo día” despejaba mis tinieblas. La refulgente gloria del Padre iluminó como un rayo mi camino de Damasco y cual Saulo de Tarso caí del caballo de mi egoísmo y carnalidad. Dios, en efecto, se hallaba invadiendo mi corazón para hacer de él un trono. Su mano sanadora tocaba mi ceguera y me concedía la vista. “Fui ciego, me hizo ver, y en EL renacer, Dios descendió y de gloria me llenó”. Allí, en el suelo, doblaba mis rodillas en arrepentimiento y ejercitaba mi fe en el único Salvador que tienen los pecadores: Cristo Jesús.
Desde ese momento mi derrotero cambió radicalmente. Ahora enfilaba en otra dirección. Comencé a dar mis primeros pasitos en la luz y a saborear el almíbar de la comunión con Dios y de la común unión con los de la familia de la fe. Fui poseído por un sentido de destino más alto, más preciso, más seguro, más feliz que el que había experimentado hasta entonces. El compositor del himno cristiano expresó muy bien mi experiencia cuando escribía:
Día feliz, cuando escogí,
seguirte mi Señor y Dios.
Preciso es que, mi gozo en ti,
lo muestre hoy por obra y voz.
¡Soy feliz!, ¡soy feliz!,
y en tu favor me gozaré.
En libertad y luz me vi,
cuando triunfó en mi la fe
Y el raudal carmesí,
salud de mi alma enferma fue.
Pero . . . ¿Qué de ti, lector? ¿Dónde te encuentras ubicado espiritualmente?
¿Andas todavía dando tumbos por la vida? Bien dijo el proverbista castellano: “El que venga atrás que arree”, porque de veras, mi amigo, “el que no arrisca no aprisca” y el que no se lanza al agua nunca pasa el río. Sabes bien que te falta algo aunque no puedes identificar con precisión qué es. Prueba soltando la vorágine de tu poder investigativo ahora mismo. Escudriña intensamente tus opciones, porque hay una preciosa solución para tu agobiante dilema. Tu problema, permíteme decirlo, radica en que tu almita está vacía e insatisfecha y tus amistades y juntillas no la sacian, ni las fiestas, ni los bailes, ni el deporte, ni la ciencia, ni el cinema, ni la televisión, ni la política, ni el vicio del alcohol o el del cigarrillo; ni el dinero, ni la mucha fama, ni las drogas, ni los varios matrimonios y divorcios, ni la internet, ni la pornografía, ni el desenfreno sexual. Todo lo que haya de pecaminoso en todas, o cualquiera de estas cosas por separado, representan el vuelco espiritual que has dado en la carretera de tu vida.
¡Ay, mi querido! Mientras más busques llenar el vacío que llevas hondo en el alma, mientras más te afanes buscando las cosas del mundo vil o de la carne enferma, mientras más busques acumular posesiones materiales, fama, diversiones, más y más insatisfecho te dejarán. Estas cosas sólo te inducirán a usar y a abusar más y más de ellas para recibir menos y menos satisfacción. Recientemente, al sugerirle a un hombre que debía cambiar su vida, me respondió con desprecio: “Estoy satisfecho con mi vida”. ¡Pobre diablo! ¡Cuánta ceguera!
¿Andas tu también montado en el mismo borriquillo? ¿Eres de los que disparan pero siguen errando el blanco? Obviamente no has hallado la fórmula libertadora. ¿Cuánto tiempo más estarás dispuesto a invertir permaneciendo en tan miserable vaciedad?
Hay esperanzas para ti. A través de uno de sus profetas el Señor dice, y me parece que lo dice por ti: “A todos los sedientos, venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad, y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche. ¿Por qué gastáis el dinero no en pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia? Oídme atentamente, y comed del bien y deleitaráse vuestra alma con grosura” (Is 55:1-2). Y. . . “En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mi y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:37-38).
Oh, sí, amigo, disponte pronto a llenar ese hueco que tanto oprime tu pecho. Procede ahora mismo a apearte del borriquillo de la incertidumbre. Sacude en este momento tu sentido de orfandad, de miseria, de abandono, y de distanciamiento. Comienza a vivir la vida en su más alta expresión y a gozar de un plano más alto de tu existencia. Empieza a ordenar tus pasos en la Palabra de Dios. Fíate hoy mismo del Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos y EL enderezará todititas tus veredas ordenando tus pasos y aprobando tu camino.
(El automóvil antes del accidente)