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Boletin dominical - 26/09/10

  • Fecha de publicación: Miércoles, 24 Septiembre 2008, 14:39 horas

       ¿Quién no ha llorado alguna vez?  El bebé recién nacido, llora.  A medida que pasan los días y los años, llora.  Cuando ya crece y es todo un hombre, llora.  Da lo mismo, sea varón o mujer.  El llanto es el río que partió en el Edén, cuando el adversario de Dios y de los hombres logró su cometido, tentó a la primera pareja y la alejó del Creador.  ¿Quién no ha oído y visto llorar a una criatura, un niño, un adolescente, un soltero y un casado?  ¿Acaso no lloran los pobres y los ricos también?  ¿A quién le importan nuestras lágrimas?  ¿Por qué Dios permite que tengamos un hijo o una hija, sólo para luego tener que llevar ese cuerpo y sepultarlo?  Los... «por qué» no terminan, salvo que recurramos a Dios mismo con nuestras preguntas.

¿Cuál es el fin de tantas lágrimas?  Aquí está: Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron (Ap. 21:4).  Dios no creó al hombre para que llore, sino para que goce, que sea feliz, que nada sepa de la muerte, y será Él mismo quien pondrá fin a las lágrimas de todos aquellos que en él han depositado su fe.

Martín Lutero, el reformador de una iglesia sumida en el paganismo, la idolatría, las formalidades muertas y la ausencia total de las Escrituras Sagradas.  También este gran reformador lloró.  Él y su esposa Katharina, una ex-monja tuvieron 6 hijos, Hans, Elizabeth, Magdalena, Martín, Paul y Margaretha.

En 1542 cuando Hans tenía dieciséis años, los Luteros le enviaron a la escuela en Torgau, porque Wittenburg no tenía un plantel adecuado para su educación.  Apenas había llegado allí cuando Magdalena, su hermana de trece años, se enfermó gravemente.  Martín Lutero le escribió así al maestro de Hans: «Mi hija Magdalena está próxima a su fin y pronto verá a su Padre verdadero en el cielo, a menos que Él considere apropiado librarla.  Ella anhela mucho ver a su hermano, porque estaban muy unidos, así que estoy enviando un carruaje por él, con la esperanza de que al verlo se mejore.  Estoy haciendo todo lo que puedo para no ser negligente y luego sentirme atormentado por no haber hecho lo que debía hacer.  Por favor, permita que venga de inmediato, sin decirle por qué.  Yo le enviaré de regreso tan pronto como ella, o se duerma en Cristo, o recupere su salud.  Adiós en el nombre del Señor».

Hans regresó a casa, pero la salud de Magdalena continuó deteriorándose.  Lutero oró con estas palabras: «Oh Dios, yo la amo mucho, pero que se haga tu voluntad».  Luego le preguntó a ella: «Magdalena, mi pequeña niña, ¿te gustaría permanecer con tu padre aquí o te irías gozosa a la casa de tu Padre en el cielo?».

Y ella respondió: «Sí, querido padre, lo que sea la voluntad de Dios».

Lutero se sentía afligido, porque a pesar de todas las bendiciones que había recibido de Dios, ante esta situación se sentía incapaz de dar gracias.
El 20 de septiembre de 1542, conforme se acercaba la muerte de Magdalena, Lutero se arrodilló al lado de su cama, orando en medio de sus lágrimas para que Dios recibiera a su pequeña.  Katie estaba de pie en el extremo de la habitación incapaz de mirar como Magdalena moría en los brazos de su padre.  Volviéndose a su afligida esposa, Lutero le dijo con compasión: «Amada Katie, pensemos en la casa a donde ido nuestra hija; allí estará feliz y en paz».

Cuando Magdalena era colocada en el ataúd, Lutero comentó: «Mi adorada, tú te levantarás y brillarás como las estrellas y el sol».  Luego le dijo a Katie, «Cuán extraño es saber que ella está en paz y que todo está bien, y sin embargo estar tan  afligidos».

A sus amigos que vinieron a condolerse con él, les dijo: «No estemos tristes.  He enviado un santo al cielo.  Si la mía, pudiera ser como la suya, con gozo le daría la bienvenida a la muerte en esta misma hora».

Este fue el epitafio que Lutero escribió sobre su tumba:

Aquí estoy, soy Magdalena,
La pequeña hija del doctor Lutero
Descansando con los santos
Durmiendo en my lecho estrecho
Era una hija de la muerte
Porque nací en pecado
Pero ahora vivo, redimida,
Por la sangre que el
Señor Jesucristo derramó por mí.

       Tres días después de su muerte, Lutero le escribió una carta a su amigo Justus Jonás, en la que decía: «Espero que te hayas enterado que mi amada Magdalena ha nacido dentro del reino eterno de Cristo.  Aunque mi esposa y yo deberíamos regocijarnos debido a su feliz partida, sin embargo tal es la resistencia del afecto natural, que no podemos pensar en ello sin sollozos y gemidos, sintiendo que se nos rompe el corazón.  El recuerdo de su rostro, sus palabras, su expresión en la vida y en la muerte - todo acerca de nuestra más obediente y amante hija persiste en nuestros corazones de tal forma, que incluso la muerte de Cristo (¿y qué muerte puede compararse la suya?) casi no tiene poder para elevar nuestras mentes por encima de nuestra pérdida.  Por lo tanto, ¿podrías por favor darle gracias a Dios en lugar nuestro? ¿Acaso no nos ha honrado grandemente al glorificar a nuestra hija?».

La muerte de un ser querido trae dolor a todos.  Es importante no negar estos sentimientos.  El Señor Jesucristo lloró ante la tumba de Lázaro a pesar que sabía que lo iba a resucitar de entre los muertos.  Dios quiere que nos lamentemos.

Pablo tuvo que consolar a los hermanos en Tesalónica y les escribió: “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza” (1 Ts. 4:13).

                        J. A. Holowaty, Pastor

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