Daniel James Draper
- Fecha de publicación: Miércoles, 24 Septiembre 2008, 14:39 horas
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Daniel James Draper, un metodista inglés, fue como misionero al sur de Australia en 1836. Allí fue testigo de la construcción de treinta nuevas iglesias y bajo su liderazgo vio la membresía aumentar diez veces.
Draper y su esposa hicieron su primera visita de regreso a Inglaterra, 29 años después. El 5 de enero de 1866, salieron de Plymouth, Inglaterra, para regresar a Australia a bordo de la embarcación London. Cuando zarparon a la media noche, el cielo y el mar estaban en calma. Dos días después el viento aumentó, pero no lo suficiente para impedir que el señor Draper celebrara un servicio de adoración en el salón del barco. Al cabo de 24 horas, el viento se acrecentó en gran manera, y muchos de los aparejos de la embarcación fueron arrastrados por la fuerza del ciclón. Las ráfagas de aire eran tan violentas, que no pudieron limpiar los restos de los mástiles, haciendo que la embarcación se balanceara aún mucho más, causando todavía más daño a la nave. Los vientos continuaron hasta que se convirtieron en un huracán desatado. Para las tres de la tarde, el miércoles 10 de enero de 1866, el barco viró en dirección a Plymouth, navegando lo más rápido que podía en su estado averiado, en un intento por llegar a salvo hasta aguas más tranquilas.
A las diez y media de la noche una montaña de agua se precipitó sobre la cubierta principal, arrancó con furia el motor y lo arrastró por una claraboya, inundando completamente el salón de máquinas y extinguiendo el fuego de la caldera. Conforme los hombres trabajaban furiosamente para reparar el daño, la naturaleza no mostraba misericordia alguna. Finalmente el capitán Martin, les dijo a sus hombres que oraran, porque el barco estaba condenado.
La oscuridad de esa noche era un presagio sobrenatural de las tinieblas aún más profundas que muy pronto los envolverían. A la media noche, Draper inició una reunión de oración en el salón. Todos los pasajeros y la tripulación que no estaba de turno en ese momento, se congregaron. En medio de las oraciones, Draper exhortaba a las personas que se acercaran a Cristo por salvación. Muchos trajeron sus Biblias y las leyeron con toda sinceridad. Los sobrevivientes más tarde contaron, que las madres lloraban mientras sostenían a sus hijos perplejos y los amigos se abrazaban despidiéndose, pero no había histeria.
Al amanecer, el capitán Martin con calma le dijo a los pasajeros y a la tripulación que todo estaba perdido. Draper rompió el sombrío silencio que siguió a su anuncio, poniéndose de pie y dirigiéndose a la multitud una vez más. Con lágrimas rodando sobre sus mejillas, dijo en voz clara y fuerte: “El capitán nos dice que no hay esperanza, que todos vamos a perecer. Pero yo les digo: hay esperanza, esperanza para todos. Aunque debemos morir y nunca veremos tierra, todos podemos arribar al puerto celestial”.
Los sobrevivientes informaron que desde el comienzo de la reunión de oración a media noche, hasta que la embarcación se hundió, a las dos de la tarde del día siguiente, Draper estuvo orando incansablemente, amonestando e invitando. Unas de sus últimas palabras fueron: “En unos pocos momentos todos tendremos que comparecer ante nuestro Gran Juez. Preparémonos para encontrarlo”.
Un sobreviviente dijo que mientras él abandonaba la embarcación, escuchó a las personas cantar:
Roca de la eternidad, fuiste abierta para mí
Sé mi escondedero fiel, solo encuentro paz en ti
Rico limpio manantial, en el cual lavado fui
Aunque fuese siempre fiel, aunque llore sin cesar
Del pecado no podré, justificación lograr,
Solo en ti teniendo fe, deuda tal podré pagar
Mientras tenga que vivir, mi último suspiro al dar,
Cuando vaya a responder en tu augusto tribunal,
Sé mi escondedero fiel, roca de la eternidad
Reflexión
La única preocupación de Draper, mientras la embarcación se hundía era asegurarse que todos conocieran el camino de salvación. ¿Que haría usted si se encontrara en una embarcación que está zozobrando?
“... Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Corintios 5:18b y 19).