Esperanza, el ancla para el alma
- Fecha de publicación: Miércoles, 24 Septiembre 2008, 14:39 horas
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Samuel Miller nació en 1769 cerca de Dover, Delaware, en donde su padre era un ministro presbiteriano. Era un descendiente de los Peregrinos John Alden y Priscilla Mullens, el héroe y la heroína del poema del estadounidense Henry Wadsworth Longfellow “El cortejo de Miles Standish”. Fue a Filadelfia en 1788 e ingresó en la Universidad de Pensilvania un año después que el congreso constitucional comenzó sus deliberaciones allí. Luego de graduarse estudió teología en el Colegio Dickinson y se convirtió en un prominente ministro presbiteriano en la ciudad de Nueva York. También alcanzó fama como autor.
En 1812 Miller y varios otros cofundaron el Seminario Teológico Princeton. El año siguiente dejó su congregación en Nueva York y fue a Princeton para convertirse en el segundo profesor de esta institución, en donde enseñaba historia y gobierno de la iglesia.
Pasó los siguientes treinta y seis años allí, impartiendo clases y predicando con igual pasión. Disfrutó educando a futuros ministros presbiterianos, observándolos crecer como pastores piadosos en el conocimiento teológico. A comienzos de la década de 1840 su salud comenzó a deteriorarse, pero pudo continuar con su trabajo. En agosto de 1849 era claro que estaba demasiado débil para cumplir con sus obligaciones de enseñar. Los estudiantes continuaron visitándolo para oración y guía, pero no regresó a su salón de clases en el seminario.
El domingo 19 de agosto de 1849, anuque estaba muy débil Samuel Miller predicó en la Iglesia Presbiteriana Dutch Neck a unos ocho kilómetros de Princeton, en donde él y Archibald Alexander habían servido por diez años, mientras la congregación estaba sin pastor. Su tema fue “La esperanza como el ancla del alma” de que habla Hebreos 6:19, enfatizando la diferencia entre el ancla de un barco y la del alma. Ya que mientras el ancla del barco se sostiene con las cosas de abajo, la esperanza del creyente está sujeta por las cosas de arriba. Le dijo a la congregación: “No sé si debo decirles, ya que no tiene importancia, pero ésta tal vez sea la última vez que me dirija a ustedes. Pero quizá se preguntarán: ¿Cómo puede hablar de esperanza un anciano que está tan cerca de la tumba?”. Entonces levantó sus manos y exclamó con voz temblorosa: “¡Es inefablemente deliciosa!”. Éste fue su último sermón, tenía ochenta años de edad.
Aunque confinado en su casa y gravemente enfermo, Samuel Miller continuó recibiendo vistas. Estaba consciente de su muerte inminente y hablaba de ello con emoción y esperanza. Cuando sus visitantes estaban marchándose les decía, que “Como éste era su último encuentro en la tierra, era buena idea concluirlo con una oración”.
La vida de Miller estuvo marcada por la humildad y oración ferviente, en ninguna otra ocasión mejor demostrado, que en la última oración que hizo por un antiguo estudiante y amado amigo, dijo: “Y ahora Señor, viendo que este siervo viejo e imperfecto tuyo está próximo a reunirse con sus padres... Permite que los años de tu joven servidor sean como los de su maestro moribundo; permite que tu ministro sea mucho más devoto, más santo, y más útil, y que cuando llegue su tiempo para morir, que tenga muy pocas cosas que lamentar respecto a su pasada ministración. No vamos a encontrarnos más en la tierra, pero cuando tu siervo siga a su anciano padre hasta la tumba, nos encontraremos en el cielo, para sentarnos allí, brillar y cantar con esos que han hecho que muchos sean justificados, quienes han lavado sus vestiduras y las han tornado blancas en la sangre del Cordero. Amén”.
El epitafio en la tumba de Samuel Miller dice: “Vivió estimado por miles, y en medio de la luz y gozo del Señor Jesucristo, en quien estaba toda su esperanza”.
Reflexión
¿Tiene usted la misma clase de esperanza en Jesucristo que experimentaba Samuel Miller, incluso al borde de la muerte? ¿Está su esperanza anclada en las cosas de esta tierra, o en las cosas de arriba?
“Para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. La cual tenemos como segura y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Hebreos 6:18-20)