Un comienzo humilde
- Fecha de publicación: Miércoles, 24 Septiembre 2008, 14:39 horas
- Publicado en Tema del día /
- Visitado 11362 veces /
- Imprimir /
Archibald Alexander nació en una familia presbiteriana cerca de Lexington, Virginia en 1772. Desde la edad de diecisiete años quedó bajo la tutoría de la familia de un general en el ejército de la nueva nación. La señora Tyler, una dama anciana en el hogar del general, tomó al joven Archibald bajo su cuidado. Ella era una bautista que veía a los presbiterianos como sanos en doctrina, pero a menudo carentes de la experiencia del nacimiento espiritual.
El general contrató a una persona para que construyera un molino en su plantación. Un día, este hombre, quien también era un bautista, le preguntó a Archibald si creía que para entrar en el reino de los cielos uno debía experimentar el nuevo nacimiento. Sin saber qué responder, el joven dijo que sí, y el otro a continuación volvió a preguntarle si había experimentado el nuevo nacimiento, a lo que replicó: “No, que yo sepa”.
“¡Ah!” - le respondió - “¡Si hubieras tenido este cambio, sabrías algo al respecto!”.
La conversación dejó a Alexander pensando. Seguramente el nuevo nacimiento estaba en la Biblia, pero nunca había oído a los presbiterianos hablar de eso.
La señora Tyler tenía una visión pobre y frecuentemente le pedía que le leyera. Su autor favorito era John Flavel, un escritor puritano. Cuando Alexander se enteró que Flavel era un presbiteriano, se interesó mucho en saber qué decía él acerca del nuevo nacimiento.
Los domingos por la tarde siempre le pedían que leyera para toda la familia. En un domingo en particular por la noche, en que les leía un sermón de Flavel sobre Apocalipsis 3:20, donde Jesús dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. Conforme leía cada palabra parecía tocarle directamente a él. Para el tiempo que acabó, su voz temblaba por la emoción. Dejó el libro y corrió a su habitación. Cerrando la puerta, cayó de rodillas y derramó su alma en oración, invitando al Señor Jesucristo a su vida. Nunca había orado tan largo estando tan abrumado por un gozo que nunca había experimentado antes. La felicidad estaba acompañada por la seguridad plena que si moría, iría al cielo.
Cumplido el tiempo de su tutoría, Alexander fue a estudiar teología a Liberty Hall, la que hoy es la Universidad Washington y Lee, e ingresó en el ministerio presbiteriano. Después de servir como un ministro ambulante en la frontera entre Ohio y Virginia, fue nombrado presidente del Colegio Hampden-Sydney en 1796 a la edad de veinticuatro años.
En 1807 Alexander se convirtió en pastor de la Tercera Iglesia Presbiteriana de Filadelfia y moderador de la Asamblea General Presbiteriana. En su discurso final como moderador en 1808, sugirió la formación del seminario presbiteriano en Norte América. Como resultado de su liderazgo, el Seminario Teológico Princeton, fue fundado en 1812 con Alexander como el único miembro de la facultad para ese primer año. El primer otoño tenía tres estudiantes a quienes se les unieron otros seis más en la primavera, y cinco más durante el verano. La modesta casa de Alexander servía como biblioteca, capilla y aula de clase. Allí los alumnos estudiaban y compartían la adoración familiar. Continuó enseñando en el Seminario Princeton hasta su muerte ocurrida el 22 de octubre de 1851.
Podemos ver el corazón de Archibald Alexander, en ésta oración que escribió poco antes de su muerte: “¡Oh Dios misericordioso!... Tú tienes perfecto derecho para disponer de mí, en esa manera que promueva más efectivamente tu gloria. Sé que cualquier cosa que hagas, es correcta, sabia, justa y buena... ¡Y cuando mi espíritu deje esta tienda de barro, Señor Jesús, recíbelo! Envía algunos de tus benditos ángeles para que acompañen mi inexperta alma a la mansión que tu amor ha preparado. Y ¡oh permite que aunque esté situado en el rango más bajo, pueda ver tu gloria! Permite que tenga una entrada abundante administrada para mí en el reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, en cuyo nombre y por su amor te pido todas las cosas. Amén”.
Reflexión
Archibald Alexander anhelaba experimentar el glorioso reino celestial de Dios. Y se convirtió en parte de ese reino cuando experimentó el nuevo nacimiento siendo joven. ¿Ha experimentado usted el nuevo nacimiento? Si no, invite al Señor Jesús para venga a su vida, y sentirá un gozo similar al de Alexander.
“Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3).