Del Mormonismo a Jesucristo
- Fecha de publicación: Lunes, 24 Marzo 2008, 17:23 horas
- Escrito por Mariano González
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Hago público mi testimonio con deseos en el corazón de llegar al alma de toda persona con las buenas noticias de salvación eterna por medio de Jesucristo. Quiero acercarme con amor sincero especialmente a quienes se denominan «Santos de los Últimos Días», o «Mormones».
Me llamo Brendan Terry. Nací y me crié en Virginia, Estados Unidos, dentro de una familia mormona creyente, diligente, fiel en sus obligaciones con la iglesia, y sincera en sus deseos de alcanzar las metas espirituales inculcadas por la misma. Mis padres me amaban (y me siguen amando) y siempre querían para mí una vida estable y feliz, obediente a la religión en que creíamos.
Durante los cuatro años de escuela secundaria, todas las madrugadas asistía sin falta a una hora de clases en el “seminario” mormón. Tanto en el “seminario” como en los cultos regulares de la iglesia, recibí una sólida preparación en los principios de la religión mormona. Procuraba vivir estos principios de forma constante, aunque me sentía oprimido bajo una carga de “pecadillos” e “imperfecciones”. Al graduarme en la escuela secundaria fui becado para estudiar en la Universidad Brigham Young, la cual pertenece a la iglesia mormona. Acabado mi primer año allí, y tal como lo hacían muchos jóvenes, acepté con entusiasmo el llamado de la iglesia para predicar sus doctrinas y ganar conversos en el sudoeste de mi país. En esa región viven muchas personas de origen latinoamericano.
Aproveché esos dos años de trabajo misionero para profundizar mis propias creencias. Buscaba respuestas a las preguntas sinceras y vitales que la gente “investigadora” me hacía, recurriendo tanto a la Biblia como a los libros canónicos mormones: Libro de mormón, Doctrinas y convenios, La perla de gran precio. Consulté también otros escritos de los profetas y líderes mormones acerca de cuya autoridad jamás había tenido dudas serias.
Tocando diariamente de puerta en puerta en las ciudades de El Paso, Texas y Albuquerque, Nuevo México, llegué a conocer individuos de todas las razas y provenencias. Entre ellos había los que me hablaban sinceramente de su relación personal con Dios a través de Jesús. Describían una nueva vida que él les había dado, y afirmaban gozar de una certeza en cuanto a su propio destino eterno. Estas personas sabían que tenían vida eterna, no como posibilidad teórica, sino como realidad actual. «Jesús», me decían con rostros llenos de seguridad y paz, «me ha salvado y me ha rescatado de la condenación y de la oscuridad». Utilizando textos bíblicos, me explicaban lo que era para ellos una experiencia tangible y continua. Tanto sus acciones como sus actitudes hacían patente una cosa: el amor del Dios vivo que, comenzando un día con el NUEVO NACIMIENTO, entró en sus vidas y comenzó a obrar milagros de curación espiritual en lo más profundo de su ser. Estas personas se llamaban simplemente «cristianos» y pertenecían a varias denominaciones.
Poco a poco, a medida que intentaba entender las grandes diferencias entre sus creencias y las mías (al principio con intención de convertirlos), me di cuenta que algo andaba mal con mi religión. Desde el punto de vista intelectual, ésta no concordaba con muchas doctrinas clave de la Biblia, enseñadas por Jesús y sus discípulos. Además, simple y llanamente fracasaba en presentar un cuadro convincente del mundo real. Desde el punto de vista espiritual, el mormonismo no me había conducido a una relación íntima con el Dios vivo a quien estos amigos cristianos parecían conocer tan bien. Mis necesidades espirituales quedaban sin satisfacer. Tuve que admitirme a mí mismo que aunque exteriormente mi vida religiosa lucía controlada, en realidad se caracterizaba más bien por el cansancio espiritual, la incertidumbre ante el porvenir, la duda, y la incapacidad para cambiar patrones negativos de pensamiento y de conducta. Vine a ser más consciente aún del vacío enorme que había dentro de mí. Aunque ese vacío había existido siempre, ahora se hacía intolerable. Por mucho tiempo después anduve frustrado y confundido. Buscaba respuestas, pero no las hallaba en mi propia religión, ni en los libros ni en los consejos de líderes respetados. A través de ninguno de ellos pude percibir la voz de ese Dios que ahora anhelaba conocer. Regresé de esa experiencia misionera habiendo servido honorablemente, pero confuso y lleno de serias dudas que me colocaron por rumbo incierto. «Si las respuestas mormonas a la vida no eran ciertas, entonces ¿qué? ¿quién era yo? ¿cómo encontrar la verdad? ¿cómo ser libre de mis pecados y de mi tristeza? ¿dónde hallar la vida eterna y la paz de Dios?» Estas interrogantes quemaban mi mente de continuo.
Tras otros dos años de estudios universitarios, y de haber profundizado más el cristianismo bíblico, abandoné temporalmente la universidad dejando atrás amigos muy queridos para buscar el camino de seguridad y de verdad. En esta etapa de mi vida, ya mis estudios y convicciones espirituales me habían llevado inevitablemente a ciertas conclusiones en cuanto a la verdad. Éstas contradecían al mormonismo ortodoxo en lo más esencial:
• La Biblia es un documento fidedigno transmitido con precisión a través de muchos siglos, exhibe unidad interna y suficiencia doctrinal.
• En verdad, sólo hay un Dios que siempre ha sido Dios. Es un ser infinito, perfecto en amor, justicia, misericordia y sabiduría.
• Jesucristo era, y es, ese Dios hecho carne venido a la tierra en forma de hombre para llevar a cabo la redención del hombre, y ahora está exaltado a una posición de poder y autoridad supremos en el cielo.
• El hombre es un ser creado por Dios, no “co-eterno” con Dios. Dicho de otro modo, hubo un tiempo en que ni usted ni yo existíamos. Dios nos creó por su poder y sabiduría y lo hizo con el propósito de que tuviésemos una relación de amor con él.
• Cualquier ser humano que desobedece a Dios demuestra su enemistad hacia él. La raza humana toda está bajo la ira de Dios y merece el castigo eterno; todos necesitamos ser salvos y volver a una relación de amistad con Dios.
• La salvación es posible sólo por medio de la obra acabada de Cristo y por la gracia divina, sin agregar obras humanas de cualquier tipo. Lo que facilita al hombre su entrada al cielo es el poder de la sangre redentora del Hijo de Dios. Es necesario que el hombre pecador se valga de la obra hecha por Jesús sobre la cruz del Calvario. Allí Cristo derramó su sangre cuando murió en nuestro lugar. Sólo el orgullo del hombre le hace pensar que sus obras y observancias le podrán calificar para tener ciudadanía en el reino de Dios. Dios no da lugar para que alguno se jacte en el postrer día.
Cuando la confianza en mis propios esfuerzos religiosos y el efecto cegador de las creencias erradas se habían desprendido de mis ojos como la cáscara de una cebolla, advertí que yo también necesitaba ser salvo de la ira de Dios, de la justa condenación a causa de mis pecados, entre otros, el egoísmo, la lujuria, el rencor y la envidia. El disfraz de rectitud y pureza que yo llevaba, bien podía convencer a todo el mundo, pero nunca al Dios vivo. Necesitaba experimentar una vida nueva y una renovación interior.
Al poco tiempo de estar estudiando la Biblia con unos cristianos universitarios en Sevilla, España, acepté como regalo esta vida nueva que Dios me ofrecía. Fui verdaderamente salvo al poner mi fe en la obra que Jesús hizo a favor mío en la cruz. Sentí que su sangre redentora me había limpiado de todo pecado. Sobre el tosco madero Él sufrió una muerte ignominiosa y la separación de su Padre eterno, fuente de toda vida y bendición, para pagar el precio de mis pecados. Yo merecía la muerte, pero Él murió en mi lugar.
Hoy puedo decir que Dios ha obrado un cambio milagroso en mi vida que comenzó en el mismo momento de mi nacimiento espiritual. Él ha llenado mi ser de un gozo constante que no varía con las circunstancias externas de la vida. ¡Ya no hay aquel vacío! Ha quitado de los hombros el sentido de culpabilidad, el dolor de mi vida pasada y de mis muchos fracasos. ¡Ya no hay cansancio espiritual! Me ha dado propósito y dirección en la vida. Me ha asegurado de tener siempre, como experiencia diaria, su amor, su perdón y su consuelo divinos. Como garantía, ha enviado su propio Espíritu para morar literalmente en mi ser. Por medio del Espíritu Santo, Dios ha comenzado en mí una obra de santificación, transformándome poco a poco a la imagen de su Hijo y enseñándome a vivir de acuerdo con la rectitud que le es inherente. Me ha hecho miembro de Su familia eterna, el pueblo cristiano auténtico. Ciertamente me ha hecho pasar de la muerte a la vida eterna, y ahora mi único deseo es poder compartir con todo el mundo esta riqueza incomparable e indescriptible.
Muy estimado lector, ya sea usted mormón o de cualquier otra religión o filosofía, le ruego que confiese su pecado y su necesidad espiritual delante del Dios vivo, el que habita en la eternidad y que hace del cielo su morada. Le ruego que acepte con manos vacías el regalo de vida y el gozo que Jesús ofrece. Reciba a Cristo como el que manda en todos los aspectos de su vida, tanto internos como externos. Confíe en que Él le dotará de la fuerza y de la sabiduría sobrenaturales para poder obedecer la voluntad divina del Creador. No tarde en clamar a Dios a favor de su alma. Con toda seguridad Él le oirá y le responderá con amor y gracia imposible de describir e imposible de apagar.