Un héroe del Titanic
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Un héroe del Titanic
John Harper nació en Escocia en 1872 en medio de una familia cristiana. Cuando le presentaron el mensaje de Juan 3:16 a la edad de trece años, creyó en Jesús y recibió vida eterna. Cuando tenía dieciocho, tenía una visión poderosa de la Cruz de Cristo. En ese momento comprometió su vida a llevarle el mensaje de salvación a otros. Al siguiente día comenzó a predicar en su villa, urgiendo a quienes le escuchaban, a que se reconciliaran con Dios. Convirtió cada esquina en su púlpito.
Su deseo por ganar almas para Cristo no tenía comparación, convirtiéndose en el propósito que lo consumía. W. D. Dunn, un evangelista amigo recordaba a menudo, cómo veía a Harper yaciendo sobre su rostro ante Dios, clamándole para que “le diera más almas o le dejara morir”, sollozando como si su corazón estuviera hecho pedazos.
A la edad de treinta y dos años por poco se ahoga, cuando la embarcación en que viajaba por el Mediterráneo comenzó a hundirse. Y contaba: “El temor de la muerte no me perturbó por un minuto. Creía que una muerte súbita sería una gloria súbita”.
En 1911, pasó tres meses predicando en la Iglesia Moody Memorial en Chicago durante un despertar espiritual y recibió una respuesta entusiasta. Se le pidió que regresara para tres meses más de reuniones, comenzando en abril de 1912. Originalmente había programado embarcarse en el Lusitania, pero terminó haciéndolo en el Titanic, después de un cambio de horario.
Cuando le informó a su iglesia de su intento por regresar a Chicago, un feligrés le rogó que no se fuera, diciéndole que había estado orando y sentía intensamente que algo ominoso ocurriría si se iba. Estuvo implorándole, pero todo fue en vano. Harper creía que había un propósito divino para su viaje y continuó con sus planes. La noche antes que la embarcación se hundiera, fue visto guiando a un hombre a Cristo en la cubierta. Después de eso, miró hacia el oeste, y al ver el centelleo rojo en la puesta del sol, dijo: “Estará hermoso en la mañana”.
Momentos después el Titanic, chocó contra un iceberg, y el agua entró a borbollones en la embarcación. Se desató el caos conforme más personas luchaban por salvar sus vidas. Mientras se embarcaban en los botes salvavidas, John Harper gritaba: “¡Permitan que suban a los botes las mujeres, los niños y los no salvos”. Él entonces se quitó su propio salvavidas y se le dio a otro hombre.
A las 2:20 de la madrugada del 15 de abril de 1912, el Titanic desapareció debajo de las aguas. Harper y muchos otros fueron abandonados luchando inútilmente en las heladas aguas.
Un hombre que estaba asido a un pedazo de madera, vio a Harper luchando en el agua y le escuchó gritar: “¿Es usted salvo?”. Cuando respondió “No”, Harper repitió Hechos 16:31: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa”. El hombre no respondió, y se perdieron de vista el uno del otro. Unos pocos minutos después, la corriente los volvió a juntar, y Harper le hizo la misma pregunta, urgiéndolo para que creyera en Jesús, y recibió una vez más la misma respuesta. Harper entonces se hundió debajo del agua, para nunca más volver a la superficie. El hombre depositó su fe en el Señor Jesucristo y más tarde fue rescatado por un bote salvavidas, testificando que era el último convertido por John Harper.
Después que el barco se hundió, familiares y amigos de los pasajeros se reunieron fuera de la oficina White Star en Liverpool, Inglaterra. Conforme las noticias de los pasajeros llegaban, los nombres eran colocados en una de dos listas: “Salvos” y “Perdidos”. El viaje había comenzado con tres clases de pasajeros, pero ahora se había reducido a dos - salvos y perdidos. El nombre de John Harper estaba en la lista de esos “perdidos”, pero realmente se encontraba en la lista de “salvos” en el cielo.
Reflexión
John Harper enfrentó la muerte heroicamente y sin miedo, porque nunca perdió de vista su apasionado propósito en la vida - que era ganar almas para Cristo. Imagine esos horrorosos momentos a bordo del Titanic. Si usted hubiera estado allí, ¿qué cree que habría hecho?
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor...” (1 Juan 4:18).