Un pacto personal
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Un pacto personal
Jonathan Burr nació en 1604 en medio de una familia cristiana en Suffolk, Inglaterra. Confió en Jesús como su Salvador a una edad muy temprana y siendo aún niño era bien conocido por su conocimiento de la Escritura.
Cuando joven se convirtió en pastor en Suffolk. Poseía un profundo discernimiento bíblico, pero más importante que nada una de sus cualidades más destacadas era su humildad. Le gustaba decir: “Predico no lo que soy, sino lo que debería ser”. Generoso en exceso y un trabajador incansable para el Señor, a menudo repetía las frases: “El que siembra escasamente, también segará escasamente” y es mejor “Desgastarse con el trabajo que ser devorado por el óxido”.
Como Burr no se conformó a la iglesia de Inglaterra, finalmente fue suspendido de su congregación y no se le permitió predicar. En su creciente desaliento, dijo: “La predicación es mi vida. Si me apartó de eso, moriré rápidamente”. Cuando Burr y su familia consideraron devotamente lo qué debían hacer, decidieron que la mejor opción era trasladarse a Nueva Inglaterra para tener libertad religiosa.
Poco después de su llegada a las colonias, Burr se enfermó severamente de viruela. Dios fue misericordioso y preservó su vida. Como resultado de su recuperación, él hizo el siguiente pacto: “Yo, Jonathan Burr, fui llevado en los brazos del Dios Todopoderoso sobre el vasto océano, junto con mi familia y amigos, quien además proveyó generosamente en el desierto. Estoy consciente de mi propia indignidad, falta de mérito y egoísmo; sin embargo por su misericordia infinita fui llamado a la tremenda labor de alimentar las almas. Él me permitió estar en los últimos días con mi familia, libre de la gran aflicción de la viruela, y descubrir que mediante el fruto del dolor me corrigió, cambió mi disposición y mitigó el mal en todo esto, ya que fui compasiva y rápidamente librado. Por lo tanto, prometo y hago voto a Él, quien ha hecho todas esas cosas para mí:
1. Que todo lo que haga será para su gloria y por el bien de las almas, y no para mi propia gloria.
2. Que caminaré humildemente, con pensamientos modestos de mí mismo, considerando que soy un soplo de aliento sostenido sólo por el poder de su gracia.
3. Que estaré más vigilante respecto a mi corazón, para mantenerlo dentro del marco de su santa obediencia, sin correr en pos de las criaturas porque he visto que Él es mi única ayuda en tiempo de necesidad.
4. Que Dios estará más en mi familia, en mí, en mi esposa, hijos y siervos, cuando converse con ellos en una forma más seria. Por esto Dios tuvo el objetivo de enviar esta aflicción en mi familia, para recordarme la muerte. En mí no soy nada, en Cristo todas las cosas”.
Dios bendijo el ministerio de Burr en Dorchester, Massachusetts, y fue grandemente admirado tanto por su predicación, como por su ferviente búsqueda interior por santidad.
Un domingo después de predicar un sermón sobre “redimir el tiempo”, de súbito se puso muy enfermo. Conforme su esposa le cuidaba tiernamente durante la siguiente semana, se acercaba más y más al momento de su partida. Finalmente reconociendo que sólo la muerte le ofrecería alivio a su dolor, su dolorida esposa le preguntó si prefería mejor abandonarla a ella y a sus hijos. Él rápidamente replicó: “No me mal interpretes, yo no deseo eso. Pero bendigo a Dios, de que mi voluntad es ahora la suya. Si Él me permitiera vivir contigo amada esposa, y con mis hijos, estoy dispuesto. Es mejor para ti que yo te acompañe; pero es mejor para mí que pueda librarme de este cuerpo y estar con Cristo... Nuestra separación es sólo por un tiempo”. Sus últimas palabras a su esposa fueron: “Pon toda preocupación sobre Dios, que Él te cuidará. Permanece asida a Él, permanece asida a Él”.
Jonathan Burr murió el 9 de agosto de 1641, a la edad de treinta y siete años.
Reflexión
Aunque fue escrito hace más de trescientos cincuenta años, el pacto que hizo Jonathan Burr con Dios es increíblemente importante para la forma cómo debe caminar el cristiano hoy. ¿Que puede usted aprender de él?
“Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30).