Carlota Moon
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Carlota Moon
Carlota Moon, mejor conocida como Lottie Moon, es una de las mujeres más insignes en el mundo cristiano de hoy, ya que entregó su vida para servir enteramente a Dios en las misiones en el extranjero hasta el día de su muerte. Nació en Viewmont,
Virginia, el 12 de diciembre de 1840. Sus padres fueron Edward Harris Moon y Ana María Barclay, personas con una buena posición social y fieles bautistas. No era físicamente bella, sino de muy baja estatura, escasamente un metro treinta centímetros. Tenía ojos azules y cabello rizado castaño, y poseía un temperamento animoso, enérgico, valeroso y alegre. Fue la cuarta, en una familia de cinco mujeres y dos varones. Sólo tenía trece años cuando el barco en que viajaba su padre a Nueva Orleans se incendió, muriendo en el siniestro.
Aunque era una joven alegre y franca, era indiferente a las cosas espirituales, pero esto comenzó a cambiar al llegar a la adolescencia. A los catorce años fue a terminar sus estudios secundarios en una escuela afiliada al Seminario Bautista Femenino en Virginia. Experimentando un profundo cambio espiritual al cumplir los dieciocho años, después de asistir a una serie de reuniones en un despertar espiritual que tuvo lugar en la universidad. Fue entonces cuando conoció a John Broadus, uno de los fundadores del Seminario Teológico Bautista del Sur.
En 1861 recibió una de las primeras Maestría en Artes Liberales otorgada a una mujer por una institución del sur. Hablaba varios idiomas: latín, griego, francés, italiano y español. También leía perfectamente el hebreo y más tarde se convirtió en una experta en chino.
A pesar de que había muy pocas oportunidades para las mujeres educadas a mediados del siglo diecinueve, su hermana mayor Orianna terminó estudios de medicina y prestó sus servicios como médico del Ejército Confederado durante la guerra civil norteamericana. Mientras tanto, Lottie ayudaba a su madre a mantener a la familia durante la guerra, y después se dedicó a la carrera de maestra. Enseñaba en academias femeninas, primero en Danville, Kentucky, luego en Cartersville, Georgia, en donde ella y su amiga Anna Safford, abrieron la escuela secundaria femenina Cartersville en 1871. Allí se hizo miembro de la Primera Iglesia Bautista y le brindaba su ayuda a las familias pobres y humildes del condado de Bartow en Georgia.
Para sorpresa de la familia, Edmonia, la hermana menor de Lottie aceptó ir al norte de China como misionera en 1872. Ya para ese tiempo la Convención Bautista del Sur había aflojado su política de no enviar a mujeres solteras al campo misionero, fue así como Lottie muy pronto sintió el llamado para seguir a su hermana a China.
En agosto de 1873, se embarcó en San Francisco, California rumbo a China. Durante la travesía que duró casi un mes, sufrió de mareos continuamente. Como si fuera poco, antes de llegar a Shanghai, fueron azotados por un huracán que hizo naufragar la embarcación, pero por la gracia de Dios no hubo pérdidas de vidas. Finalmente llegó a Tengchow el lugar en que trabajaría los siguientes treinta y nueve años de su vida, en donde se encontró con su hermana.
Se unió con Edmonia en la Estación Misionera al Norte de China, en el puerto de Dengzhou, y lo primero que hizo fue aplicarse a aprender el idioma, llegando a dominar no solo el mandarín, sino diferentes dialectos de la región. Luego comenzó su ministerio enseñando a niñas en una escuela. Las hermanas Moon lucharon mucho con la situación tan precaria en que vivían pues habitaban en un cuarto húmedo, sombrío y frío que más bien parecía una celda. Esto minó la salud de ambas. Su hermana enfermó de pulmonía, viéndose obligada a regresar a su casa.
Mientras acompañaba en sus visitas periódicas a una de las esposas de los misioneros, descubrió que su pasión era el evangelismo. En ese tiempo, el trabajo misionero era realizado por hombres casados, pero las esposas de los misioneros en China, Tarleton Perry Crawford y Landrum Holmes habían descubierto una realidad importante, que sólo las mujeres podían alcanzar a las señoras chinas.
Lottie pronto se sintió frustrada, convencida de que estaba desperdiciando su talento, el cual podía usarlo mejor en la evangelización y plantando iglesias. Sentía que había ido a China con el deseo de hablarle a las personas de Cristo y su perdón, para quedar relegada a enseñar en una escuela. Se sentía como encadenada al formar parte de una clase oprimida: la de las mujeres misioneras solteras.
Libró una campaña lenta pero incansable para que las misioneras solteras tuvieran la libertad de ministrarle a otras mujeres y para que tuvieran una voz igual en los procedimientos misioneros. Como era una escritora prolífica sostuvo correspondencia con H. A. Tupper, director de la Junta Directiva de las Misiones Foráneas Bautistas del Sur, informándole sobre las realidades del trabajo y de la necesidad desesperada de más obreros - tanto hombres como mujeres.
En todo este tiempo, tuvo que soportar alimentos que le hacían daño, privaciones de toda clase y hospedarse en mesones insalubres donde tenía que luchar con ratas y toda clase de parásitos. En la época de hambruna, compartía con los chinos todo lo que tenía y muchas veces se quedaba sin comer por darle a los hambrientos un bocado de pan. Tanto fue su sacrificio que llegó a pesar cincuenta y cinco libras. Realmente, murió de inanición y desnutrición, pero nunca se quejó, entregándose con fidelidad hasta el fin. Cuando los misioneros se dieron cuenta que estaba muy debilitada, decidieron enviarla de regreso a Norteamérica, pero nunca llegó pues murió en el trayecto el martes 24 de diciembre de 1912 a la edad de setenta y dos años.
Reflexión
El ministerio de Lottie fue básicamente con las mujeres. Estaba convencida que la evangelización de mujer a mujer, era la mejor esperanza para que todos los chinos conocieran a Cristo. Logró entrar en muchos hogares y les presentó el Evangelio. El trabajo fue arduo y difícil, pero vio recompensada su perseverancia con la conversión de familias, y al facilitarle el camino a otras misioneras que irían después de ella.
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1).