Sólo escaparon pocos
- Fecha de publicación: Miércoles, 28 Diciembre 2011, 00:30 horas
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Peter Waldo fue un acaudalado comerciante del siglo doce de Lyons, Francia, un importante centro de la industria de la seda, quien decidió tomar literalmente las palabras de Marcos 10:21: “Entonces Jesús, mirándole, le amó, y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz” (Marcos 10:21). Eso fue precisamente lo que él hizo.
Nunca intentó fundar un movimiento, simplemente deseaba seguir a Jesús como habían hecho los discípulos. Se centró en la pobreza de Cristo, y sus compañeros conocidos como los “Pobres de Lyons” fueron enviados de dos en dos a predicar y enseñar la Biblia. Waldo tenía porciones de la Escritura traducidas en los dialectos locales para usarlos en su predicación.
La iglesia católica romana sintiéndose amenazada por este ministerio de laicos, los condenó como herejes. Los Pobres de Lyons huyeron a Languedoc en el sur de Francia y a través de los Alpes hasta Lombardía en el norte de Italia, sufriendo persecución a lo largo del camino. Un siglo después, se encontraban en Alemania, todavía experimentando intensa persecución.
En 1689, los Waldensianos, como se les llamó subsecuentemente, iniciaron lo que vino a ser conocido como su “glorioso retorno” a los Alpes del norte de Italia, su tierra natal de adopción. Durante este mismo período los Hugonotes franceses también estaban huyendo de su país hacia los Alpes italianos. Bien alto en las montañas un pequeño grupo de oficiales Waldensianos, junto con sus soldados hicieron un pacto solemne llamado el Pacto de Sibaud, el cual decía en parte: “Dios por su gracia, habiéndonos traído felizmente de regreso a la herencia de nuestros padres, para restablecer allí el servicio puro de nuestra santa religión - a continuación y para la realización de la gran empresa, la cual el gran Jehová de los ejércitos hasta ahora ha llevado a nuestro favor -
“Nosotros, pastores, capitanes y otros oficiales, juramos y prometemos ante el Dios vivo, y por la vida de nuestras almas, mantener la unión y el orden entre nosotros, y no separarnos ni desunirnos unos de otros, mientras Dios nos preserve vivos, incluso aunque seamos reducidos a dos o tres en número...
“Y nosotros, soldados, prometemos y juramos este día ante Dios, ser obedientes a las órdenes de nuestros oficiales, y continuar fieles a ellos, incluso hasta la última gota de nuestra sangre...
“Y a fin de que esa unión, la cual es el alma de nuestros asuntos, pueda permanecer siempre inquebrantable entre nosotros, los oficiales juramos fidelidad a los soldados, y los soldados a los oficiales...
“Todos juntos prometemos a nuestro Dios y Salvador Jesucristo, rescatar hasta donde sea posible para nosotros, el dispersado remanente de nuestros hermanos del yugo que los oprime, para que junto con ellos podamos establecer y mantener en estos valles el reino del Evangelio, incluso hasta la muerte.
“En testimonio de lo dicho, juramos observar este presente compromiso mientras vivamos”.
Finalmente en mayo de 1690, debido al duro invierno el número de los Waldensianos se redujo a trescientos hombres, quienes estaban atrincherados en los riscos de las montañas. Alineados debajo de ellos en el valle, estaban cuatro mil soldados profesionales franceses dirigidos por el Marqués de Feuquiere, quien primero los atacó durante una severa tormenta de nieve, y luego comandó su artillería desplazando los cañones hasta las laderas, para atacar al sucio y andrajoso remanente de hombres que ascendían incluso más alto, esperando la muerte. Confiado, había enviado ya a Francia un mensaje anunciando su victoria. Pero entonces ocurrió el milagro. Una espesa niebla rodeó a los Waldensianos, permitiéndoles escapar de la cima de la montaña durante la noche. ¡Fueron salvados por la mano de Dios!
La iglesia Waldensiana más tarde se unió con los metodistas y todavía existe hoy.
Reflexión
¿Ha experimentado la intervención de Dios en su vida? En el caso de los Waldensianos, Dios protegió a los últimos trescientos hombres, pero decidió no preservar a los otros que murieron antes en el invierno. Debemos orar por la protección de Dios, reconociendo que en algunos casos ampara a sus hijos al llevárselos con Él.
“Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; Mi Dios, en quien confiaré” (Salmos 91:2).