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Los Cristianos de Alejandría, en Tiempos de la Epidemia

  • Fecha de publicación: Martes, 21 Abril 2020, 03:55 horas

“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn. 15:13)

El mundo moderno se ha vuelto a encontrar de súbito con el compañero de viaje más antiguo de la historia humana: el miedo existencial y el temor a la muerte inevitable. En este momento todavía no se ha creado ninguna vacuna ni antibiótico que pueda salvarnos del coronavirus, así que nuestra existencia depende de la voluntad del Altísimo. Debido a que esta experiencia es algo extraño para todos nosotros, la humanidad no regenerada no cuenta con el equipo sicológico, mucho menos espiritual para hacerle frente a la actual pandemia de coronavirus.

En este mensaje vamos a recordar una de las grandes epidemias de la historia, y la forma cómo respondió la iglesia en ese tiempo.  Conforme vayamos considerando este ejemplo, oremos a Dios para que podamos sentirnos inspirados por la fe, y por el comportamiento de estos primeros cristianos, disponiendo nuestros corazones para hacer los ajustes necesarios en conformidad con nuestro propio tiempo y circunstancias.

El experimentar el impulso de acercarnos a los necesitados, exhibiendo un sacrificio heroico, es algo completamente cristiano, de otra forma no podríamos considerarnos como tales.  Al mismo tiempo, hacerlo en nuestros días: buscar un acercamiento físico con nuestros semejantes, cuando existe la posibilidad de que podemos ser portadores del virus sin saberlo, o que nos contagien, necesita una reflexión cuidadosa. Mientras observemos estos ejemplos históricos, dejemos que el Espíritu Santo nos guíe, permitiendo que nuestros propios espíritus se muevan hacia la fe, la esperanza y el amor, a fin de que podamos vivir en medio de esta pandemia, con sabiduría, siguiendo las pisadas del Señor, ante un mundo que nos observa.

Hace ya algunos años, arqueólogos en Egipto desenterraron pruebas de una plaga apocalíptica ocurrida durante el siglo tercero de nuestra era, la que fue interpretada por Dionisio, obispo de Alejandría como una señal del fin del mundo.  Un equipo de la Misión Arqueológica Italiana en Luxor, desenterró el complejo funerario de Harwa y Akhimenru en la región occidental de la antigua ciudad de Tebas, ubicada en lo que hoy es Luxor.

Mientras el equipo excavaba el lugar, encontraron los restos de cuerpos cubiertos por una gruesa capa de cal. La cal era significativa, pues se utilizaba en los tiempos antiguos como una forma de desinfectante para prevenir la contaminación.  En un lugar cercano, había evidencia de una enorme hoguera, utilizada para incinerar a las víctimas de plagas, y de tres hornos utilizados para la producción de cal.

Las piezas de cerámica ubicadas en los hornos, les permitieron a los científicos establecer que el descubrimiento correspondía al siglo tercero, la época de una terrible epidemia que los historiadores conocen como “La plaga de Cipriano”.  Cipriano, el obispo de Cartago de mediados del siglo tercero, nos proporciona la descripción más detallada de los terribles efectos de la plaga.  Escribió:  “Los intestinos se sacuden con vómitos continuos; los ojos arden con sangre infectada; en algunos casos los pies o algunas partes de las extremidades tienen que ser amputadas debido al contagio de la putrefacción, y en muchos casos, después se produce ceguera y sordera”.

Se calcula que en el punto máximo de la epidemia, morían hasta 5.000 personas al día, sólo en la ciudad de Roma.  Entre las víctimas se encontraron dos emperadores romanos: Hostiliano y Claudio II.  Los efectos devastadores eran iguales en otras partes del imperio. El sociólogo Rodney Stark escribío que hasta dos tercios de la población de Alejandría, Egipto, murió.

Algunos científicos creen que la enfermedad pudo ser viruela, otros creen que era sarampión, pero para Cipriano era un augurio del fin del mundo.  Sin embargo, esta creencia ayudó a la expansión del cristianismo. Cipriano notó que los cristianos también estaban muriendo a causa de la plaga, pero sugirió que sólo los ateos tenían algo que temer.

Está registrado en la Historia Eclesiástica de Eusebio, “Que Dionisio, obispo de Alejandría, escribió que fue un período de gozo inimaginable para los cristianos.  El hecho de que incluso los emperadores romanos estaban muriendo y los sacerdotes paganos no tenían forma de explicar o prevenir la plaga, sólo fortaleció la posición de los creyentes. Al mismo tiempo, la experiencia de la enfermedad y muerte generalizada, y la alta probabilidad de que ellos mismos podían morir, los hizo que estuvieran más dispuestos a aceptar el martirio.  A todo esto se sumó el hecho, de que la epidemia coincidió con la primera legislación romana que afectaba a los cristianos, y el martirio se convirtió tanto en una posibilidad, como en una opción más razonable’.

“La epidemia que parecía ser el fin del mundo, en realidad promovió la expansión del cristianismo.  Dionisio obispo de Alejandría siguió escribiendo: ‘La mayoría de nuestros hermanos cristianos mostraron un amor y una lealtad ilimitadas, sirviendo a los demás.  Sin prestar atención al peligro, se hicieron cargo de los enfermos, atendiendo todas sus necesidades y ministrándolos en Cristo.   Así muchos de ellos partieron de esta vida serenamente felices; porque fueron infectados por la enfermedad, aceptando alegremente sus dolores. Muchos, al cuidar y curar a otros, transfirieron la muerte de ellos a sí mismos y murieron en su lugar’‘.

“Esta evidencia cristiana de dar la propia existencia para otorgarle vida a otros, se irguió en agudo contraste con la actitud de todos esos fuera de la iglesia.  Ya que la postura de los paganos era completamente lo opuesto.  Ellos abandonaban a los que se enfermaban, y huían de sus amigos y familiares más queridos. Rechazaban cualquier participación o compañerismo con la muerte; pero aún así, y con todas sus precauciones, no les fue fácil escapar”.

En el tercer siglo, los cristianos estuvieron a la altura del desafío, ganando con esto admiradores y también conversos. Una dinámica similar estuvo asimismo en juego un siglo después.  Las plagas intensifican el curso natural de la vida, y aumentan nuestro propio sentido de mortalidad y fragilidad. También las oportunidades para mostrarle amor a nuestros semejantes, así sean de diferente raza o cultura. 

Eso mismo podría ocurrir hoy con nosotros, los que conformamos la Iglesia.  Oremos y aprovechemos este tiempo, para tratar de ayudar, servir, e interceder por nuestros familiares, amigos y personas que no conocen aún al Señor Jesucristo como su Señor y Salvador.  “Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Mar. 8:36).

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