“Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina”
(2 Tim. 4:1-2)
Para muchos de los cristianos del siglo XVI, el mensaje de Lutero no fue nada nuevo, pues la labor de los Valdenses, Husitas y Lolardos, tenía muchos seguidores en toda Europa. Los anabaptistas alemanes ya existían en Colonia antes del año 1140. El historiador Orchard registró, que en el año 1223 una gran multitud de herejes fueron quemados en la hoguera en diferentes partes de Alemania por las cruzadas y la Inquisición combinadas. Asimismo el teólogo luterano Johann Lorenz von Mosheim escribió: “En 1510, es decir siete años antes de que Lutero fijara las 95 tesis, un gran número de anabaptistas alemanes se trasladaron a Holanda y con el transcurso del tiempo se confundieron con los modernos bautistas holandeses”.
En los primeros años de la Reforma, los millares de evangélicos que vivían en Alemania y en otros países de Europa, se sintieron regocijados por los grandes éxitos públicos de Lutero y por el apoyo que recibían de los príncipes; pero otros estaban impacientes por la lentitud con que avanzaba el movimiento de la Reforma. Cierto es que Lutero predicaba la verdadera doctrina evangélica en cuanto a la justificación por fe, pero muchas iglesias continuaban llenas de imágenes, y las ordenanzas no se practicaban del todo tal como aparecen en el Nuevo Testamento y según habían venido observándolas los Paulicianos, Valdenses y otros cristianos disidentes de Roma en siglos anteriores.
Sentían también que los grandes señores que apoyaban las doctrinas evangélicas de la
salvación por la fe, no se daban mucha prisa en poner en práctica las doctrinas sociales del Evangelio, y ello causaba descontento a los cristianos humildes que veían en la Reforma, no tan sólo una liberación espiritual, sino también libertad humana. Varios hombres eminentes de la Reforma se pusieron del lado de los Bautistas, distinguiéndose el teólogo alemán Carlostadio, íntimo amigo de Lutero, el profesor Stork y fray Gabriel, un antiguo monje agustino. Y dijo Stork: “A Lutero somos deudores de la sensata doctrina sobre la naturaleza de los sacramentos, los que no justifican, sino solamente la fe de quien los recibe. ¿Qué eficacia, pues, creéis que pueda tener el bautismo sobre nosotros cuando lo recibimos como niños inconscientes?”.
Los ataques en contra de la misa y de las imágenes exaltaron algunas veces al pueblo, induciéndolo al saqueo de iglesias en el afán por limpiarlas de los ídolos. Algunos incluso fueron culpables de un fanatismo extremado que les hacía ver en la Reforma la llegada del Milenio con el cumplimiento de todas las profecías bíblicas; y otros de temperamento nervioso, perdieron la cabeza hasta el extremo de creerse profetas de la Nueva Era. Pero el movimiento anabaptista no puede ser representado por estos pocos, sino por los muchos millares que murieron gozosamente por Cristo y por la verdad evangélica en toda su pureza.
Lutero no tuvo mucho que decir en contra de las doctrinas de los anabaptistas; así lo prueba su comentario sobre la Epístola de Pablo a los Romanos. Pero la predicación bautista entrañaba, no solamente cuestiones dogmáticas y rituales, sino también algunos principios sociales que hoy día son considerados como la esencia misma del Cristianismo, pero que en aquel entonces parecían peligrosas proposiciones subversivas. Lutero, temeroso de perder el favor de los señores feudales, a quienes necesitaba, humanamente, para salvar la Reforma de sus poderosos enemigos exteriores, se opuso a los anabaptistas, no tanto por religión sino por política.
Los predicadores anabaptistas se alejaron de Witemberg después de infructuosas discusiones con Lutero y empezaron su predicación en los pueblos rurales. Estos, a la
sazón bullían de descontento por ciertas medidas opresoras de los señores feudales. Había un malestar muy grande, tanto entre los campesinos que habían aceptado la Reforma, como entre los que permanecían siendo católicos. Por esto los predicadores anabaptistas fueron recibidos con entusiasmo tanto por unos, como por otros, sin tener mucho en cuenta el asunto religioso, sino por considerar a los nuevos predicadores, apóstoles de una revolución social. Como una consecuencia natural, algunos anabaptistas encabezaron un movimiento que no era en realidad religioso ni bautista, ya que al mismo se sumaban católicos, luteranos y anabaptistas, sin otro lazo común que sus mismas reivindicaciones sociales. Todo esto lo expresaron en una carta de peticiones ante sus patrones y las autoridades religiosas de ese tiempo.
Cualquier creyente de nuestros días se sonreiría ante la modestia de las solicitudes contenidas en esta petición, pero los señores feudales de aquella época se negaron a hacer la más mínima concesión a sus vasallos, y desesperados los campesinos iniciaron una revuelta. No obstante, la semilla del Evangelio puro del Señor Jesucristo estaba plantada y en su día habría de producir los frutos de justicia. Hoy podemos ver que son los países del norte de Europa y de América del Norte, donde triunfó la Reforma, aquellos en donde los obreros disfrutan del más alto nivel de vida. Todo esto sin la necesidad de revoluciones violentas y sangrientas, como las que han tenido lugar en otros países que no supieron ver en la Reforma la voz de Dios llamando a los cristianos a la reconsideración de los principios sociales y éticos predicados por el Señor Jesucristo, quien dijo: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mateo 7:12).
Hoy la humanidad como un todo enfrenta un reto aún mucho mayor. Así, que seamos “... hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a nosotros mismos” (San. 1:22).