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Nos llamó a su gloria eterna

  • Fecha de publicación: Viernes, 18 Enero 2013, 00:52 horas

Dice la Escritura: “Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca” (1 P. 5:10).

Usted y yo hemos sido llamados a la gloria de Dios.  El Shekinah que rodeaba a nuestro Salvador, un día será parte real de nuestra existencia.  Me gustaría que a partir de este momento me acompañara dentro del Lugar Santísimo de la Escritura para que juntos le echemos una ojeada a la gloria real que sí nos espera.  Antes de hacerlo, permítame decirle que no puedo describir adecuadamente esta gloria de Dios.  Mis palabras no pueden expresar su magnitud, porque no poseo suficiente vocabulario para hacerlo.  Supongo que si tuviera el conocimiento necesario de todos los idiomas que se hablan en el mundo hoy, todavía me sentiría inadecuado.

El apóstol Pablo incluso admitió que no podía describirla.  De hecho, no pudo relatar su experiencia después de haber ascendido al tercer cielo.  Aunque podía hablar varios idiomas (griego, hebreo y latín), la grandeza de este tema lo dejó silencioso.  Finalmente escribió: “Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co. 2:9).

Pero nuestros ojos han visto muchas cosas maravillosas.  Hemos visto la belleza de la salida del sol y la majestad de su ocaso.  Hemos observado la grandeza de las montañas coronadas de nieve, mientras se elevan con sus picos apuntando hacia el cielo.  Hemos visto cuán encantadora es la creación de Dios, pese a todo nunca hemos observado nada tan magnífico como la gloria eterna que será nuestra un día.

Probablemente hemos disfrutado muchas cosas aquí en la tierra, que han hecho elevar nuestros pensamientos hacia los lugares celestiales.  Pero cada experiencia previa, palidecerá en la presencia de Dios.  Cosas que son majestuosas aquí no pueden compararse con su presencia.  Todo allí será glorioso.  Temo que no hay forma posible que podamos describir la asombrosa belleza de la presencia de Dios.  Sin embargo, uno de estos días usted y yo podremos entenderlo, porque “...Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Co. 2:10).

De tal manera que su gloria no es totalmente desconocida para nosotros, ya que sí sabemos algunas cosas acerca de ella.  Lo que sí creo que es fundamental al examinar un tema como este, es que oremos para que el Espíritu Santo nos revele su gloria.  A pesar de que no puedo describir adecuadamente el concepto de que nuestro ser sea llamado a su gloria, quiero explicarle unos puntos muy sencillos.

Nuestro destino

     Primero que todo, el destino de cada cristiano es ser llamado a su gloria.  Dios mismo nos ha dado la invitación.  Es como si el presidente de Estados Unidos nos enviara una invitación para visitar la Casa Blanca.  A pesar de que es una construcción magnífica, no es tanto como la magnificencia de la ciudad santa, la Nueva Jerusalén.  No hay lugar en la tierra que se compare con la gloria que veremos en ese lugar esplendoroso.

He aquí la descripción de Juan: “...Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal... La ciudad se halla establecida en cuadro, y su longitud es igual a su anchura; y él midió la ciudad con la caña, doce mil estadios; la longitud, la altura y la anchura de ella son iguales.  Y midió su muro, ciento cuarenta y cuatro codos, de medida de hombre, la cual es de ángel.  El material de su muro era de jaspe; pero la ciudad era de oro puro, semejante al vidrio limpio; y los cimientos del muro de la ciudad estaban adornados con toda piedra preciosa.  El primer cimiento era jaspe; el segundo, zafiro; el tercero, ágata; el cuarto, esmeralda; el quinto, ónice; el sexto, cornalina; el séptimo, crisólito; el octavo, berilo; el noveno, topacio; el décimo, crisopraso; el undécimo, jacinto; el duodécimo, amatista.  Las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era una perla.  Y la calle de la ciudad era de oro puro, transparente como vidrio” (Ap. 21:11b, 16-21).

¿Acaso la propia palabra «gloria»no lo maravilla?  Por seguro ese término sólo le corresponde a Dios, y la Escritura no está exagerando al decirnos que hemos sido llamados a su gloria.  Lo que merecemos es la vergüenza eterna, de ninguna manera la eternidad en la presencia de Dios.  Sin embargo, Él nos ha llamado a su gloria, eso es lo que nos ha prometido.  Dice la Biblia en Salmos 73:24: “Me has guiado según tu consejo, y después me recibirás en gloria”.

¿Recuerda el rapto de Elías?  Él fue arrebatado al cielo en un fiero carro de fuego que contenía la gloria de Dios: “Y aconteció que yendo ellos y hablando, he aquí un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos; y Elías subió al cielo en un torbellino” (2 R. 2:11).  La apariencia de fuego era de hecho la presencia del Shekinah.

En Salmos 84:11b dice la Escritura: “...Gracia y gloria dará Jehová...”  La gloria está adjunta con la salvación, no puede ser separada.  Leemos en Romanos 8:30: “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó”.
Vemos una vez más mencionada la palabra “gloria”.  De que seremos “glorificados”.  Note la estructura de la frase, que el verbo está en tiempo pasado: “glorificó”, y que ya hemos recibido la plenitud de esa gloria preciosa, que nos ha sido dada por la presencia del Espíritu Santo en nosotros.

En 2 Timoteo 2:10b leemos de “...la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna”.  Y una vez más encontramos el término “gloria”mencionado como una parte esencial de nuestra salvación.  Es esa vida eterna que ya poseemos.

En el presente, la sangre circula por nuestras venas.  Pero cuando lleguemos al cielo y recibamos nuestros cuerpos, estaremos llenos de esta gloria.  El Señor Jesucristo derramó su sangre para que nosotros pudiéramos obtener su gloria.  Él nos da vida eterna.  ¿No podría ser entonces, que lo que circule por nuestras venas (las venas de nuestros nuevos cuerpos), no sea sangre, sino gloria, la luz de la presencia de Dios, el Shekinah?

La Biblia dice en 2 Corintios 3:18: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor”.

Nosotros seremos cambiados en su gloria por su Espíritu.  En 2 Corintios 4:17, el apóstol Pablo habló de nuestra gloria venidera, dijo: “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria”.

En otras palabras, los problemas que enfrentamos aquí serán sustituidos con una gran gloria cuando lleguemos al cielo, porque hemos sido llamados a su gloria.
En 1 Corintios 15:43, Pablo dice que nuestros cuerpos son sembrados “…en deshonra…” pero “…resucitarán en gloria”; son sembrados “en debilidad, y resucitarán en poder”.

Un día cuando tenga lugar la resurrección, esos que han sido sepultados se levantarán en gloria.  La Biblia dice en Daniel 12:3: “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad”.  De nosotros brotará una especie de luz o resplandor, una nueva fuente de energía.  Pero aún así, ¡cuán inadecuado es tratar de explicar el Shekinah!

En Filipenses 3:21 el apóstol Pablo expresa su anhelo por la segunda venida de Cristo, y dice: “El cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas”.
Cuando Juan vio al Señor Jesucristo, dijo en Apocalipsis 1:14c: “...Sus ojos como llama de fuego”.  Y dice la Escritura, que sabemos que un día “...seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2c).

El día que lleguemos al cielo va a ser muy emocionante.  Nuestros cuerpos tal vez no posean líquido como el que ahora circula por nuestras venas, tampoco experimentaremos dolor.  Un día, los ciegos verán; los sordos oirán; los paralíticos caminarán; y los mudos podrán hablar.  ¡Eso será grandioso!  No habrá enfermedades, ni huesos rotos, ni lisiados, tampoco cáncer y mucho menos cementerios.

El solo pensamiento hace que desee gritar: «¡Gloria a Dios!».  Va a ser una experiencia maravillosa cuando lleguemos al cielo y veamos a nuestro Señor Jesucristo en todo su esplendor, en toda su incomparable gloria.  Sí, este es el destino de cada cristiano, porque la Biblia dice que hemos sido llamados a su gloria.

Pero... ¿Qué es esta Gloria?

     La segunda cosa que deseo considerar es esta pregunta: «¿Qué es esta gloria?».  Durante los cuarenta días que Moisés estuvo en la cima del monte Sinaí, le pidió al Señor: “...Te ruego que me muestres tu gloria” (Ex. 33:18b).  ¿Recuerda qué le respondió?  “Dijo más: No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá.  Y dijo aún Jehová: He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado.  Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro” (Ex. 33:20-23).

Cuando Dios pasó cerca, Moisés vio al Shekinah en las espaldas del Creador.  ¡No cabe duda que mi intento por describirle a usted esta gloria es inadecuado.  Incluso su espalda es demasiado gloriosa para nosotros.  La gloria de Dios es indescriptible.  No es algo que debemos temer, sino que debemos anhelar.  Un futuro maravilloso nos espera.

Cuando Moisés murió, Dios lo sepultó y puso a un ángel para que custodiara su tumba.  De acuerdo con la enseñanza judía, su cuerpo fue trasladado, al punto que no sufrió corrupción.  La Biblia dice que, “Era Moisés de edad de ciento veinte años cuando murió; sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor” (Dt. 34:7).

Los rabinos creen que el cuerpo de Moisés todavía se encuentra hoy en perfecto estado de preservación en algún lugar, en una tumba en Moab, en donde permanece custodiado por un ángel.

Fama y aplausos

     Cuando pensamos en la gloria, pensamos en la fama, en el sonido de las trompetas y el ruido de los aplausos.  Por ejemplo, cuando la reina de Sabá llegó a Jerusalén, la Biblia dice que fue a ver la gloria de Salomón.  Llegó para ver su rara sabiduría, sus inmensas riquezas, junto con el esplendor y majestad de su trono.  Sin embargo, Jesús dijo: “...Considerad los lirios del campo... pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos” (Mt. 6:28b, 29b).

Rango, posición y autoridad

     Gloria también se refiere a rango, posición, poder y autoridad.  Usted y yo vamos a recibir un día esa clase de gloria.  Seremos reyes y sacerdotes.  Reinaremos con Cristo.  Tendremos más gloria y sabiduría que la que tuvo Salomón, porque nuestras mentes serán perfectas.  ¡Ah, como anhelo esa gloria en la presencia de Dios!

La Biblia también dice que el pueblo de Dios será sabio.  Brillaremos por la eternidad, como brillan las estrellas.  No sólo seremos sabios, porque la gloria nos envolverá, sino que también seremos coherederos con Cristo.  Tendremos mucha más riqueza que Salomón, porque incluso las calles enfrente de nuestras casas estarán pavimentadas con oro.  La Biblia implica que la gloria de Dios se refiere a todo esto.

El carácter purificado

     La gloria también se refiere a un carácter purificado.  Ya no tendremos más la mancha del pecado sobre nosotros.  Tampoco esos rasgos temperamentales e insuficiencias.  No tendremos que llevar la carga de nuestras iniquidades.  Ni experimentaremos odio, amargura, o malicia en nuestros corazones, porque estaremos colmados con bondad, misericordia, justicia y verdad.  La gloria de Dios incluye todo esto en su significado.  Seremos santos.  No habrá rastro de nuestro pasado.  Seremos lavados en la sangre del Señor Jesucristo.

La gloria a la que hemos sido llamados, no sólo se refiere a la luz de la presencia de Dios y a los cuerpos que no experimentarán dolor, ni enfermedades, sufrimiento o muerte, sino que también se relaciona con un carácter purificado.  Cuando lleguemos al cielo tendremos la perfección que siempre esperamos tener.

Pero... ¿Qué es esta gloria?  Bueno, una vez más, me faltan las palabras para describirla.  Si Moisés que pudo ver la espalda de Dios, fracasó en su descripción, ¿cómo no voy a ser yo inadecuado para pretender explicar la presencia de su gloria? Pero es claro que significa luz, no tinieblas.  Que comunica vida, salud, perfección, riquezas, honor y fama.  Y que incluso los ángeles estarán allí para ayudarnos.  Sí, todo esto se halla involucrado en el significado de su gloria, y es el destino que le espera a cada uno que conoce al Señor Jesucristo como su Señor y Salvador personal.  De tal manera, que aunque pudiera hablar todos los idiomas de los hombres y de los ángeles, ni siquiera así podría ofrecer una descripción adecuada de esta gloria.

Una naturaleza perfeccionada

     Una vez más, creo que la gloria de Dios se refiere también a nuestra naturaleza perfeccionada.  Ya no tendremos más los problemas que tenemos hoy.  No sufriremos penas.  Poseeremos una naturaleza perfeccionada y un carácter purificado.  Usted recordará que en el huerto del Edén, Adán y Eva eran perfectos.  Adán tenía una naturaleza glorificada.  De hecho, Adán y Eva estaban vestidos en gloria, la misma que tendremos uno de estos días cuando recibamos nuestros cuerpos glorificados y moremos en la presencia de Cristo en el cielo.  ¡Qué gloria!

Según las palabras de Pedro, “el Dios de toda gracia... nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo”.  Adán era un hombre brillante.  No era una especie de simio quien vivía en una caverna.  Por el contrario era un genio, superior a todos nosotros.  La raza humana no evolucionó, sino que ha sido completamente lo opuesto, los seres humanos hemos retrocedido en comparación con lo que fuera Adán.  La Biblia dice que Dios hizo al primer hombre para que gobernara.  Bueno, si hizo a Adán para que gobernara, también a nosotros, de tal manera que un día cuando estemos en su presencia, nuestra inteligencia será la de un genio.
Pero... ¿Hay algún límite para la mente del hombre?  Aunque se dice que sólo usamos un pequeño porcentaje de nuestro cerebro, la realidad es que usamos todas sus partes, pero lo que sí es cierto, es que así como entrenamos ciertos músculos y se desarrollan más y otros no, de la misma manera no llegamos a desarrollar toda la capacidad de nuestro cerebro, sólo una parte mínima.

Tal pareciera como si nuestras mentes hubieran sido puestas bajo ciertas limitaciones.  Pero uno de estos días, estas restricciones serán removidas.  Nuestra inteligencia será como la de Salomón, quien fuera llamado el hombre más sabio que haya vivido jamás.  Así como Salomón tenía una mente aguda y perspicaz, nosotros también la tendremos porque hemos sido llamados a la gloria eterna de Dios.

La Biblia dice en 1 Corintios 13:12: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara.  Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido”.  Tal vez automáticamente conoceremos a todos.  No necesitaremos que alguien nos presente.  Además no tendremos problemas para recordar los nombres de todos.

Nadie tendrá que decirnos: «Permíteme presentarte a Elías», sino que de inmediato sabremos quién es Elías.  Pero tal vez usted se preguntará, por qué estoy tan convencido de eso.  Bueno, porque en el monte de la Transfiguración, cuando Pedro, Jacobo y Juan vieron a Moisés y a Elías, quienes habían llegado para reunirse con Jesús, supieron de inmediato quiénes eran ellos.  El Señor no tuvo que presentarlos.  De la misma manera, usted y yo conoceremos a todos los que encontremos en el cielo.  Por lo tanto, la gloria que un día será nuestra, no sólo significa un carácter purificado, sino también una naturaleza perfeccionada.

Una victoria completa

     Esta gloria también significa una victoria completa (completa no parcial).  Hoy sólo conocemos las victorias parciales.  Tenemos nuestros altos, pero también nuestros bajos.  Sabemos por ejemplo, cuando Dios nos bendice, y de cuán grande es el gozo de servir al Señor.  Vamos a la iglesia los domingos por la mañana, cantamos los himnos que hablan de Sion y nuestros corazones se elevan hacia los lugares celestiales.

Experimentamos la victoria por un rato, pero de repente llega la enfermedad y la muerte a nuestra familia.  O los reveses financieros que pueden hacer nuestra vida difícil.  Sin embargo, un día nuestra victoria será completa.   Un día estaremos para siempre en la cima de la montaña. 

El rey David escribió en Salmos 23:4a: “Aunque ande en valle de sombra de muerte...”  Pero un día, ya no habrán más valles.  La gloria entonces asimismo se refiere a una victoria completa.

Cuando un soldado romano regresaba de la batalla, se le daba la bienvenida de un héroe.  Los romanos antiguos hacían un desfile y él marchaba a lo largo de las calles de Roma, y el pueblo lo vitoreaba y le arrojaba a sus pies coronas de hojas.  Mientras el apóstol Pablo se encontraba en la prisión de Mamertina en Roma, se refirió a esa ocasión cuando dijo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe.  Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Ti. 4:7, 8).

En una manera similar, así como el soldado romano recibía una corona o guirnalda cuando regresaba de la batalla, nosotros también recibiremos una corona.  Sin embargo las nuestras excederán en gran manera a cualquier guirnalda romana, porque simbolizan la victoria completa.

Aprobación Divina

     La gloria también significa aprobación Divina.  Usted y yo seremos aprobados por Dios.  Para los hombres aquí en la tierra, la gloria significa una serie de medallas colocadas sobre el vestido en el pecho o una serie de franjas sobre los hombros.  También una comisión o un honor.  Bueno, un día usted y yo vamos a pararnos delante del Señor Jesucristo y vamos a escucharlo decir: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mt. 25:21).

Él entregará las recompensas y nosotros recibiremos ese honor, la corona real.  Recibiremos esa gloria.  ¡Oh, yo sé que no lo merecemos, pero debido a su gracia y amor por nosotros, nos salvó y somos llamados a su eterna gloria!

¿Recuerda la historia de Mefiboset en el Antiguo Testamento?  Este joven era lisiado, hijo de Jonatán, y nieto del rey Saúl.  Después que Jonatán y Saúl murieron, David se convirtió en rey.  Y un día el monarca le dijo a Siba el capitán de su guardia: “¿No ha quedado nadie de la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia de Dios?  Y Siba respondió al rey: Aún ha quedado un hijo de Jonatán, lisiado de los pies.  Entonces el rey le preguntó: ¿Dónde está?  Y Siba respondió al rey: He aquí, está en casa de Maquir hijo de Amiel, en Lodebar.  Entonces envió el rey David, y le trajo de la casa de Maquir hijo de Amiel, de Lodebar... Y le dijo David: No tengas temor, porque yo a la verdad haré contigo misericordia por amor de Jonatán tu padre, y te devolveré todas las tierras de Saúl tu padre; y tú comerás siempre a mi mesa.  Y él inclinándose, dijo: ¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo?” (2 S. 9:3-5, 7, 8).

Fue así como Mefiboset fue llamado al palacio del rey, y podrá imaginarse que llegó muy temeroso.  Él no merecía lo que iba a recibir, tampoco usted y yo mereceremos lo que recibiremos en gloria.

Pero David le dijo que iba a cuidarlo.  Que le iba a regresar la herencia de su abuelo Saúl, y de su padre Jonatán.  Además, que a partir de ese día vestiría vestiduras reales y que se sentaría en la mesa del rey.  Este fue un día maravilloso para Mefiboset, el día en que recibió la gloria del reino.  No era por nada que él hubiera hecho, ya que era un pobre joven lisiado.

¡Oh, usted y yo como Mefiboset, regocijémonos, porque un día recibiremos la gloria, la majestad y el honor del reino; porque somos hijos del Rey!  Si conoce al Señor Jesucristo como su Señor y Salvador personal, es un hijo del Rey de reyes, ¡y un día será llamado a su gloria!

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