Mientras  nos acercamos a la semana que nos lleva a la reflexión de los días justo antes  de la crucifixión de nuestro Señor, uno de los cuadros que no podemos ignorar  es el que encontramos en Juan 13, cuando el Señor se pone a lavar los pies de  sus discípulos. ¿Por qué lo hizo? ¿Cuál es su significado? ¿Debemos practicarlo  nosotros también? ¿Por qué no acostumbramos el lavamiento de los pies?
En  primer lugar, esta era una tradición, no una ordenanza de parte de Dios. En la  ley tenemos algo un poco parecido: “Habló más Jehová a  Moisés, diciendo: Harás también una fuente de bronce, con su base de bronce,  para lavar; y la colocarás entre el tabernáculo de reunión y el altar, y  pondrás en ella agua. Y de ella se lavarán Aarón y sus hijos las manos y los  pies. Cuando entren en el tabernáculo de reunión, se lavarán con agua, para que  no mueran; y cuando se acerquen al altar para ministrar, para quemar la ofrenda  encendida para Jehová, se lavarán las manos y los pies, para que no mueran. Y  lo tendrán por estatuto perpetuo él y su descendencia por sus generaciones” (Éx. 30:17-21).
Lo que  aquí leemos era exclusivamente para Aarón y sus hijos, quienes ejercían el  sacerdocio. Además, ellos se lavaban las manos y los pies (v. 21). Era  únicamente para: “Cuando  entren en el tabernáculo de reunión, se lavarán con agua, para que no mueran…” (v. 20a).
El  cuadro de Juan 13 difiere mucho de esto. Hasta donde podemos saber, se trataba  de una tradición que los judíos adoptaron con el correr de los años. Muchas  familias contaban con esclavos y eran estos los encargados de lavar  (ceremonialmente) los pies de sus amos y demás de la familia. El Señor y sus  discípulos estaban justamente listos para celebrar la pascua. Los doce se habrán  mirado y habrán pensado cuál de ellos tendrá que hacer la labor humillante de  esclavo. Jesús, sabiendo lo que se cruzaba por la mente de ellos, sin mucho  trámite: “Se  levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó.  Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y  a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido” (Jn. 13: 4,  5).
Nuestro  Señor asumió el papel de esclavo, tal como dice en Filipenses 2:5-11. Notemos  el versículo 7, cuando dice: “…tomando forma de siervo…”. La palabra “siervo” es la misma que «esclavo».
El  diálogo con Pedro nos permite descubrir el significado de esta ceremonia (Jn.  13:6-10). Pedro al principio se resiste, reconociendo que el Señor no tenía por  qué asumir tan bajo papel. Jesús se limitó a decir que Pedro no podía entender  la lección: “Respondió  Jesús y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás  después” (v. 7). Cuando Pedro se resiste y no le parece  buena idea que sea el Señor quien le lave los pies, la respuesta del Señor no  se hizo esperar: “Jesús  le respondió: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (v. 8b).  Ahora Pedro le dice que sería necesario lavar “…también las manos y la  cabeza” (v. 9b). Pero la respuesta del Señor es que  ellos ya están limpios, por lo cual era necesario lavar únicamente los pies.  Luego agregó: “…y  vosotros limpios estáis, aunque no todos” (v.10). Con “no todos”, se refería a Judas Iscariote. Pero, ¿cuál es el  significado de este diálogo entre Pedro y Jesús? El cuerpo, cuando nos bañamos  lo tenemos limpio, pero lo primero que se ensucia son nuestros pies,  especialmente entonces, cuando ellos caminaban por senderos polvorientos.  Cuando Jesús le dijo a Pedro: “Vosotros limpios estáis”, a renglón seguido agregó: “Aunque no todos. Porque  sabía quién le iba a entregar”. Es lo mismo que decir: «Ustedes ya son salvos, menos uno,  Judas Iscariote». Por lo  tanto, el lavamiento de los pies era, es y será tarea de nuestro andar. Cada  vez que pecamos, lo obligamos a que vuelva a hacer el papel de esclavo, que se  coloque de cuclillas y nos lave los pies: nos perdone.
Lo que  sigue tiene que ver con nosotros y lo de lavarnos los pies los unos a los otros  (vs. 13-17). ¿Debemos lavarnos los pies los unos a los otros? Sí, pero no  ceremonialmente. No debemos llevar agua en una palangana, sentar al hermano  sobre una silla, llevar con nosotros una toalla y comenzar a lavarle los pies y  luego secarlos. Lo que el Señor nos enseña es que debemos ceñirnos de la “toalla” de la  humildad de un esclavo, y debemos contar con el auxilio del agua, que en este  caso ilustra tanto el Espíritu Santo como la Palabra de Dios. (Jn. 7:37-39;  15:3).
Esta es  la razón por qué Jesús le dijo a Pedro que, “si no te lavare, no tendrás parte  conmigo”. Es lo  mismo que decir: «Yo no  perdono los pecados de quienes no me recibieron por Salvados. No tienen parte  conmigo». Pero  Pedro sí tuvo parte con Él.
Una  buena pregunta sería: «¿Le  lavó el Señor los pies a Judas Iscariote también?» No tenemos  razón para dudarlo. ¿Entonces Judas tiene parte con Él? No, pero el Señor le  extendió su perdón, tal como tiene extendido su perdón para todos los pecadores.  Todos fuimos condenados a la pena capital, pero muy a tiempo llegó el indulto  para nosotros; indulto que quedaría firmado con la sangre de Cristo y sellado  con el Espíritu Santo.
Sin  embargo, el indulto para que el condenado no tenga que cumplir con la pena,  debe ser aceptado. Judas Iscariote nunca aceptó el indulto divino. Sin duda el  Señor le lavó sus pies también, como diciéndole: «Judas, yo sé lo que te propones (“Y cuando cenaban, como el  diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le  entregase”) (v. 2), pero todavía tienes la oportunidad de ser  perdonado. Al lavarte los pies te estoy diciendo que yo te perdono, pero tú  debes aceptar mi perdón, de lo contrario tu paradero eterno será el infierno».
Finalmente,  ¿debemos practicar hoy el lavamiento de los pies? No. No encontraremos que la  Iglesia primitiva lo haya hecho jamás. Pero por otra, sí debemos hacerlo,  porque es nuestro deber humillarnos ante nuestro hermano o hermana y pedirle  perdón, incluso si no somos culpables. Es cierto que esta actitud es  humillante, no es nada agradable, nuestro espíritu se resiste a hacerlo, pero  si no lo hacemos ¿cómo queremos que el Señor nos perdone cada vez que pecamos  contra él? (Mr. 11:25, 26).
La única  cita que tenemos sobre el lavamiento de los pies es 1 Timoteo 5:9, 10. Pablo da  instrucciones sobre el tipo de hermana que podría recibir auxilio material de  la Iglesia, la cual debía contar con características que incluía una conducta  intachable, si se leen con cuidado los dos versículos indicados. Ella no debía  lavar los pies literalmente, sino ser mayor de 60 años de edad, que se haya  quedado viuda sin volverse a casar. Que haya sabido criar a sus hijos, que haya  sido hospitalaria, que practicaba la humildad, y que aun cuando no era  culpable, se disculpaba con los hermanos.
No cabe la menor duda de que Pablo no sugiere que  esa hermana haya puesto agua en un lebrillo alguna vez para lavar los pies de  algunos hermanos. Jesús mismo le dijo a Pedro: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes  ahora; mas lo entenderás después”. Sin  duda Pedro comprendió después. ¿Qué en cuanto a nosotros? ¿Hemos aprendido la  lección?