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¡La Libertad en Cristo!

  • Fecha de publicación: Lunes, 24 Mayo 2021, 10:20 horas

Ya prácticamente nos encontramos en la mitad del año 2021, e inevitablemente no podemos dejar de reflexionar, en los cambios que los 16 meses de pandemia han producido en la humanidad.  Durante este tiempo nos hemos aislado, nos encontramos en cuarentena, usamos cubrebocas y guantes, y nos hemos lavado las manos más veces en un año, que todo lo que hayamos podido lavarlas a lo largo de nuestra vida.  Hemos guardado una distancia de dos metros con la mayoría de personas, incluso con nuestros propios familiares. Quedaron atrás los días del contacto físico amistoso, el apretón de manos, los abrazos o los besos de cortesía en la mejilla entre las hermanas en las iglesias. Igualmente han estado ausentes los viajes por carretera, las tardes en el parque, los paseos o los viajes por avión a lugares lejanos.

Millones de personas incluyendo cristianos, han visto sus vidas sumidas en un caos absoluto: perdieron sus trabajos, han perdido a seres queridos  y además han experimentado la impotencia que sólo podía surgir, al darnos cuenta de que nuestra capacidad humana que nos ayuda de alguna manera a encontrar la forma de arreglar las cosas, ahora es una ilusión. La gratificación instantánea dio paso a una nueva realidad en la que tenemos que esperar impotentes, mientras permanecemos confinados en nuestros hogares, viendo cómo aumenta cada día la tasa de enfermos y muertos.

Al reflexionar en todo esto, la gran mayoría de personas, incluso hasta cristianos, claman al Señor por libertad, algo que sólo comenzamos a percibir con la aparición del COVID-19.  Anhelan ser libres de la opresión de este enemigo invisible, tener la libertad de poder vivir una vida normal nuevamente, de adorar junto con otros creyentes en la iglesia que aman y de llenar sus hogares con familiares y amigos para celebrar la vida.

De cierta manera, este anhelo nos recuerda la historia del Éxodo del pueblo de Israel. Este relato asombroso de los hebreos viviendo en esclavitud en Egipto, oprimidos por un enemigo muy real y visible, y su milagrosa liberación.  Nuestra breve experiencia con la pandemia difícilmente se compara, con los 400 años de abuso físico y mental que padeció el pueblo de Israel, en manos de los egipcios.  Pero la historia de los judíos está plagada de lecciones que son tan válidas para nosotros hoy, como lo fueron para ellos hace milenios.

Cuatrocientos años, es muchísimo tiempo.  Es un período mucho más largo que la esperanza de vida promedio de las personas más longevas en el mundo.  Y ciertamente fue un tiempo lo suficientemente largo, como para desconectar a los israelitas de la realidad del Dios del universo. 

Conforme transcurría el tiempo y las generaciones pasaban, ellos languidecían como esclavos en Egipto, y las historias de Abraham, Isaac y Jacob parecían cada vez más un sueño imposible y lejano. Con el paso de los siglos, cualquier pensamiento de que un día cambiaría su condición de servidumbre, fue muriendo lentamente; y esto fue sustituido por una dependencia total en que Dios los libraría, como la única solución a su problema. Ellos clamaron al Señor en innumerables ocasiones, hasta que finalmente les respondió.

Fue entonces cuando Jehová obró en favor de la liberación de su pueblo, ¡y qué liberación fue esa!  No sólo salieron de Egipto, sino que llevaron consigo riquezas.  Vieron cómo el Dios Todopoderoso envió una plaga tras otra para derrotar a los dioses de Egipto. Escucharon a Moisés discutir repetidamente con el Faraón, el rey que pensaba que era el dios supremo y creía tener el futuro en sus manos.  Oyeron el clamor de terror de los egipcios, cuando el espíritu de la muerte pasaba sobre su país, arrebatándole la vida a los primogénitos de sus familias y de sus rebaños.

¿Quién habría podido imaginar entonces, que este grupo heterogéneo de esclavos se libraría del poder opresor más grande de la tierra en ese entonces, que salvarían no sólo sus vidas y las de sus hijos, sino que además recibiría los bienes y el oro de sus malvados opresores?  ¿Quién podría haber anticipado que Dios intervendría en la historia humana, incluso hasta el punto de neutralizar las fuerzas naturales del universo, cuando dividió el mar, hizo brotar el agua de una roca, descender pan del cielo y realizó un número increíble de otros milagros para liberar a un pueblo que no había oído Su voz, durante 400 años?

Casi todos hemos escuchado a cristianos expresar que no pueden creer que los israelitas pudieran haber “olvidado” tan rápidamente lo que Dios había hecho por ellos en Egipto, y que comenzaran a gemir y a quejarse. La Biblia nos dice que fueron a escasos tres días, cuando surgieron las primeras quejas producto del miedo y enojo porque no tenían agua. Unos días después murmuraron sobre la comida. ¿Cómo pudieron?  Esto nos hace pensar en el número de cristianos de hoy que han conocido la presencia y el amor de Dios, experimentado el milagro de la vida en Su Reino, pero que han sido vencidos durante la pandemia, y se han llenado de miedo, ansiedad y depresión.   Por lo tanto, no olvidemos que los israelitas nunca estuvieron solos en el desierto, y que nosotros tampoco lo estamos durante esta crisis.

Creemos que si tuviéramos que caminar un kilómetro en las sandalias de esos hebreos, tal vez dejaríamos de criticarlos, después de todo, Moisés era muy poco conocido cuando se presentó ante ellos con un mandato de Dios, para liberarlos.  Aunque su hermano y su hermana eran miembros de la comunidad hebrea, él no había crecido con ellos, sino que de hecho era parte de la corte del Faraón.  Nunca fue un esclavo.  Para todos los efectos, era un egipcio que había crecido junto con la realeza.  Y lo más terrible, que la primera acción que tomó en favor de la liberación de su pueblo, provocó la ira del Faraón sobre ellos y trajo como resultado, que tuvieran que hacer ladrillos sin recibir la paja, sino que tenían que buscarla ellos mismos.

Sabemos que clamaban a Dios por su liberación. Obviamente, creían en Su existencia y en Su capacidad ilimitada para obrar milagros y salvarlos; pero no hay ningún registro histórico que indique que tuvieran algún sistema organizado de religión, o una conexión personal o relación con Jehová.  Para entonces no tenían el Tora - los primeros cinco libros de la Biblia, el sistema de creencias que hoy llamamos judaísmo.  Su religión sólo consistía de historias narradas de generación en generación, y 400 años de persecución.

Es claro en las Escrituras, que no siempre confiaron en Moisés, como debería haber sido. Eran personas que habían vivido bajo el yugo opresor de otros, que se encontraban en medio del desierto sin agua y comida suficiente para alimentar a más de un millón de personas; siguiendo además a un líder del que no estaban seguros, por tener poca confianza en él.   Habían sido testigos de las primeras nueve plagas que Jehová mandó para librarlos del yugo opresor, pero que no consideraron muy efectivas, porque después de las nueve todavía seguían siendo esclavos. Siendo finalmente liberados, inmediatamente después de una horrenda noche de muerte.

Nos atrevemos a decir que eran personas traumatizadas, llenas de un miedo increíble e incertidumbre. Aunque odiaban sus vidas como esclavos, eso era lo único que habían conocido.  Fueron desarraigados del lugar donde habían nacido y crecido, sin tener idea de adónde iban a establecerse; ni mucho menos de los peligros que acechaban en el desierto, sin tener agua, ropa, ni alimentos suficientes.

Nosotros hoy al mirar todo esto en forma retrospectiva, podemos ver que nuestro Dios siempre fiel, amoroso y todopoderoso, estuvo con ellos para librarlos en cada paso del camino. Pero tuvo que enseñarles esto.  Eran el producto de siglos de esclavitud los que definieron, no sólo lo qué hicieron, sino quiénes eran y todo lo que sabían sobre la vida y sobre ellos mismos. No eran personas acostumbradas a tomar sus propias decisiones, sino a seguir órdenes, porque dependían totalmente de sus amos ya que eran esclavos.

Mientras estaban oprimidos y afligidos, clamaban por liberación, pero cuando ésta llegó, no estaban seguros de quererla. “Aconteció que el pueblo se quejó a oídos de Jehová; y lo oyó Jehová, y ardió su ira, y se encendió en ellos fuego de Jehová, y consumió uno de los extremos del campamento.  Entonces el pueblo clamó a Moisés, y Moisés oró a Jehová, y el fuego se extinguió... Y la gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo, y los hijos de Israel también volvieron a llorar y dijeron: ¡Quién nos diera a comer carne! Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos; y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos” (Nm. 11:1-2, 4–6).

¡Cómo nos parecemos a ellos!  Aunque ya no somos esclavos, el ser humano sabe por naturaleza que requiere liberación, que necesita ser libre del pecado que lo esclaviza, sin embargo, casi todos tenemos en nuestro interior esos lugares a los cuales no le permitimos al Señor que entre, porque hacerlo representa lo desconocido, por lo que muchos prefieren quedarse en donde les parece que están más seguros.

El plan de Dios era liberar a los israelitas de una dependencia que era parte de su identidad, permitiéndoles empezar a elegir y depender de Él. Eventualmente, eso haría de ellos personas diferentes. Dejarían de ser esclavos, oprimidos, miserables, afligidos y sin salida. Se convertirían en un pueblo libre con su propia patria, dependiendo únicamente del Dios del universo; un pueblo de paz, prosperidad y bendición, que había entendido que con Él, siempre hay una salida.

Se despojarían de su antigua identidad y emergerían como hijos de Dios, hijos del Rey.  Aprenderían a confiar en el Creador y caminar en Su fuerza, viviendo como guerreros y pioneros, fundadores de una nación que estaría en el centro del plan Divino para la redención de toda la humanidad. Ellos realmente se convertirían en Su pueblo, destinados a representarlo ante el mundo entero durante los milenios por venir. Esa sería su identidad.  Pero primero, tenían que entender lo qué implicaba esta libertad.

El Diccionario define la libertad como el poder de actuar, hablar o pensar sin restricciones impuestas externamente. Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos.   La libertad se define como autonomía: libertad de elección y libertad personal de la servidumbre. Sin embargo, su concepto moderno elimina cualquier sentido de responsabilidad comunitaria, fomentando la autodeterminación como expresión de la voluntad individual. Esto la convierte en auto gratificación, ya que nuestros derechos superan a los de los demás. De alguna manera la libertad ha llegado a significar “el derecho de un individuo a determinar su propio destino con poca o ninguna consideración por el destino de quienes lo rodean”.

El Rabino Yaakov Sinclair explica, que el verdadero significado de la libertad para la humanidad, es el que se menciona en el éxodo de Egipto.  Así como Egipto representó la esclavitud para el pueblo de Dios, su escape fue su máxima liberación. Sin embargo, está indisolublemente ligada a la responsabilidad, porque la libertad - tal como la expone la Palabra de Dios, siempre está relacionada con una idea clara de un propósito máximo. Y concluye diciendo: “La libertad sin propósito, es en sí misma, esclavitud”.

El Señor Jesús pagó con su propia sangre, el precio por nuestra libertad, gracias a ello ya no tenemos que ser esclavos del mal que ata nuestra vida.  Sin la ayuda de Dios no teníamos forma de escapar, ni había una salida, ni a dónde ir.  Teníamos las manos, los pies y el cuello sujetos con grilletes.  Pero Él nos libertó, así que ya no tenemos que vivir en confusión o desdicha, como vivíamos antes.

Pero si alguno que lea este mensaje no conoce a Jesús como su Señor y Salvador, tampoco hay razón para que continúe viviendo en esa condición tan triste, porque el castigo que merecía por todas sus faltas, ¡ya fue pagado!

La verdadera libertad la encontramos al recibir a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador y vivir en la voluntad de Dios a la sombra de la cruz.  Ser realmente libre significa que el Creador quiere desatar las ataduras del mal que apresan nuestras vidas. Implica que Él quiere protegernos, guiarnos, orientarnos y acogernos en Su amor.

Es en el amor de Dios en que experimentamos libertad verdadera.  Sólo tenemos que asirnos a su mano que está extendida para ser rescatados. Si tan sólo analizan por un momento y se advierten de que lo han intentado todo, pero aún así se sienten esclavos, ¡entonces vuélvanse a Jesús!

Él es el único que puede sanar el corazón, restaurar los matrimonios, sacarnos de la depresión o librarnos de las adicciones.  Únicamente Él puede liberarnos de las dependencias emocionales, quitarnos de la mente las ideas suicidas, restaurarnos el valor y darle un propósito real a nuestra existencia.

En este universo sólo hay un Señor y su nombre es Jesucristo, si lo recibimos como Señor y Salvador seremos enteramente libres. Independientemente del impacto negativo que haya tenido y tenga la pandemia en el mundo entero, nuestra oración es que todos comprendan lo que realmente es la libertad y seamos verdaderos hijos del Rey.

“Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:31-32).  “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.  Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 8:1-2).

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