De continuo exhortamos a los  hermanos para que aprendan a amar las cosas que quiere Dios, pero al  reflexionar en todo esto surge una pregunta: «¿Qué es exactamente lo que ama el  Creador?»  Al escudriñar la Biblia sorprende  encontrar pocas referencias al respecto, algo que comúnmente no  imaginamos.  Hay unas cuantas  declaraciones explícitas sobre lo que Dios ama profundamente, y se pueden  clasificar en tres áreas principales: las personas, la justicia y Sion.
El versículo probablemente más  memorizado por todos los cristianos es Juan 3:16, que dice: “Porque de  tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo  aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.  Claro está, el Creador se regocija con el  mundo natural que creó, pero a lo que alude este texto, no tiene que ver con el  mundo físico, sino con las personas que lo habitan.
El rey David, el gran Salmista,  dijo: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas  que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el  hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles,  y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus  manos; todo lo pusiste debajo de sus pies” (Sal. 8:3-6).  La humanidad fue la obra maestra de Dios en  la creación; y es cierto, el Creador ama al mundo, pero esto se refiere a las  personas que habitan en él.  También es cierto  que ama a todos, creyentes e incrédulos, pero hay varios grupos específicos de  personas que son objeto especial de su amor: el pueblo judío, los hijos de  Israel, y los que creen en el Señor Jesucristo. Sorprende que haya tantos  cristianos que no aman al pueblo judío, por eso uno no puede dejar de preguntarse: «¿Cómo puede alguien amar a Jesús, nuestro Salvador judío, y no amar a su  familia?»  Por otro lado, muchos  judíos se preguntan: «¿Por qué algunos cristianos, como ustedes, nos aman, y  otros sólo quieren hacernos daño en toda forma posible y con todo tipo de  sanciones?  ¿Por qué nos odian?» 
La gran mayoría de  hispanoamericanos nacimos en hogares católicos, ya que esta religión fue la que  predominó y predomina en América Latina, y desde siempre los sacerdotes  enseñaron que los judíos eran un pueblo apartado de Dios porque habían  asesinado a Jesús.
Resulta increíble que todavía  haya cristianos que sigan denigrando al pueblo hebreo sobre esta base.  Mientras que la sangre del Señor Jesucristo  se derramó “para perdón de todos”, algunos creyentes siguen restringiendo  su valor a grupos cada vez más pequeños, por ejemplo: los que practican ciertos  ritos, observan determinada moral y se ciñen a normas establecidas.
Sin embargo, es preciso saber que  el antisemitismo es muy antiguo.  Ni  Hitler ni los alemanes lo inventaron.  El  odio contra los judíos, tiene orígenes religiosos.  Algunos de los primeros cristianos no  admitían que rechazasen creer que Jesús era el “Hijo de Dios”, el Mesías.  Cuando el cristianismo se convirtió en la  religión mayoritaria de Europa, los judíos fueron perseguidos  regularmente.  
Hubo periodos de calma en que se  los toleró, y otros de gran persecución, tal como en el tiempo de las Cruzadas  en la Edad Media.  En el año 1.096, los  israelíes de Spira, Worms, Maguncia y Colonia, en Alemania, fueron masacrados a  comienzos de las Cruzadas.  Asimismo, el  Rey Felipe el Hermoso expulsó a los judíos de Francia en julio de 1.336, sin  olvidar confiscar sus bienes.  Ellos fueron  acusados de toda clase de crímenes contra los cristianos.  Por ejemplo, se contaba que ellos el día de  Pascua, debían raptar y sacrificar un bebé cristiano; que envenenaban el agua  de los pozos, y cuando surgía una epidemia, se les culpaba por eso.  Se les asignó el papel de “chivos  expiatorios” o de “cabeza de turco”, ya que cuando algo marchaba  mal, siempre eran los culpables por considerarlos diferentes al resto de la  población.
Muchos están convencidos que los  judíos fueron malditos por lo ocurrido durante el juicio del Señor  Jesucristo.  El episodio a que vamos a  referirnos sólo lo menciona el apóstol Mateo.   Cuando las autoridades religiosas llevaron a Jesús ante Pilato para que  fuera juzgado, el gobernador romano se dio cuenta que lo habían entregado por  envidia, e intentó liberarlo recurriendo a una treta.  Pensó que, si enfrentaba a Jesús, con un  famoso criminal llamado Barrabás, y les pedía a los judíos que eligieran a  quién debían dejar en libertad, ellos optarían por Él.  Pero se equivocó.  Los sumos sacerdotes y dirigentes judíos  convencieron a la multitud para que pidiera la libertad del delincuente.
Pilato, al ver frustrada su  estratagema, dijo a los judíos que no podía condenar a muerte a Jesús, porque  no encontraba en Él delito alguno.  Esta  frase tendría que haber servido para dar por finalizado el juicio, pero este  nuevo intento tampoco funcionó: “Pilato les dijo: ¿Qué, pues, haré de  Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron: ¡Sea crucificado! Y el gobernador  les dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea  crucificado! Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto,  tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de  la sangre de este justo; allá vosotros. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su  sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mt. 27:22-25).
Esta es la frase que para muchos  resulta desconcertante.  En realidad, es  una fórmula legal frecuente en el Antiguo Testamento, que indicaba quién era la  persona que debía asumir la responsabilidad de un delito, y sufrir el castigo  correspondiente, que era la muerte: “Todo hombre que maldijere a su padre o a su madre, de  cierto morirá; a su padre o a su madre maldijo; su sangre será sobre él…  Cualquiera que yaciere con la mujer de su padre, la desnudez de su padre  descubrió; ambos han de ser muertos; su sangre será sobre ellos… Si alguno se  ayuntare con varón como con mujer, abominación hicieron; ambos han de ser  muertos; sobre ellos será su sangre” (Lv.  20:9, 11, 13).  Cuando David se encontró  con el soldado que le dio muerte al rey Saúl, le dijo: “Tu sangre sea  sobre tu cabeza, pues tu misma boca atestiguó contra ti, diciendo: Yo maté al  ungido de Jehová” (2 S. 1:16).  Y  cuando Joab, general del ejército de David, le dio muerte al general Abner sin  consentimiento del rey, David exclamó: “Caiga sobre la cabeza de Joab, y  sobre toda la casa de su padre...” (2 S. 3:29a). 
Según el Evangelio de Mateo,  durante el proceso en contra del Señor Jesucristo, los judíos pronunciaron esa  frase: “Y  respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre  nuestros hijos” (Mt. 27:25), que sin quererlo marcó la historia y el destino del pueblo hebreo  en su relación con los cristianos.  Este  clamor fue interpretado a lo largo de los siglos como una maldición que el  pueblo judío se echó sobre sí mismo, asumiendo la responsabilidad de la muerte  de Jesús.  Desde entonces han sido y son  muchos los que citan ese versículo como prueba de que Dios rechaza a Israel; y  peor aún, ha servido para justificar las atrocidades y persecuciones cometidas  contra ese pueblo, al considerar tales sufrimientos como un castigo Divino.
                          Continuará...